Aquí estás, en la tierra que me duele
por la corola abierta y emigrada
y justo en el invierno que atravieso
para ir de mi dolor a mis palabras.
Mira aquí, en la tiniebla que te sigue,
tu desolado rostro y estas lágrimas,
tan hondas que te brotan inconclusas
y te llenan de estrellas desgarradas.
Debajo de tu piel hay como un niño
que no salió a la sombra de los árboles
ni sintió la dulzura con que instala
su dolor y su júbilo la sangre.
Y es así que en tu voz, donde naufragan
los pájaros no vistos, los cristales
de corriente y de música negadas,
algo que duele —fracasado y tierno—
no se puede morir, siempre se queda
tal como en la estatura de la ola,
coronada de espumas y de espacios,
dulcísimo y menor se escucha siempre
el lírico metal de las arenas.
Yo te he amado en la sombra
de mi predio espantable y transitorio.
Mas no con brazos de mujer te he amado,
ni con los dedos de esperanza y hambre
que tejen mi tapiz, mientras desciende
sobre mi sol desértico el eclipse
del ala que me falta y vuelve el ángel:
con el dolor te amé de ver un río
ausente de su cauce.
No nos une en el tiempo sino un llanto
que no tuvo garganta en que alojarse
y la tibia estación de una caricia
de cuyas manos vi la arquitectura
adentro de mí misma desplomarse.
Esa ceniza de alguien que no vino,
a quien no pude dar el minucioso
labrado de su voz y su columna,
ese entrañable muerto de mí misma
cuyo nombre no sé ni sé su rostro,
es la madera impar de este naufragio
y nada más la huella de nosotros.
Eres toda la tierra que contengo,
todo el dolor mortal que haya sufrido.
Por el niño que amé bajo tus ojos
y que nunca saliera de ti mismo,
por el laurel difunto que me diste
para que en mí elevara sombra y fruto,
este amargo poema en que recuerdo
la única posible coincidencia
que existió entre mi carne y mi destino.