Manuel José Arce leal

La hora que hizo temblar al mundo

Cuando se dieron cuenta ya era tarde:
irremisiblemente se acercaba.
 
Al principio hubo varias opiniones.
No faltaron los radicales
que pretendían acabar con todo
aunque fuera tomando medidas extremadas.
Otros optaron por la indiferencia.
Los más se dividieron en comités profundos.
 
No obstante, se acercaba
sobre seguro paso irremediable.
 
Yo me puse a cantar entusiasmado.
 
Muchos salieron, sordos y terribles, a cerrar los caminos,
a envenenar los ríos,
a interrumpir los arcos de los puentes,
a inventarse murallas.
Los demás se quedaron cavando las trincheras,
armando barricadas,
decretando las leyes marciales más terribles.
 
Yo seguía cantando cada vez más alegre.
 
No hubo modo posible:
inútil todo:
nada le detuvo.
 
Cundió el pánico entonces,
cundió la indignación y el heroísmo:
algunos sucumbieron en la lucha
víctimas de cuestiones sumamente biliares
y de graves asuntos oficiosos.
 
Y cuando al fin llegó
la población entera dio de gritos:
la mayoría se arrancó los ojos con los codos.
Entre la confusión
muchos murieron tumultuariamente.
Los más desesperados llegaron al suicidio.
Por no hablar de los otros:
aquellos que en la tribulación atormentados
les cortaron los órganos genitales al hijo y a la hermana.
Fueron cosas tremendas.
 
Yo seguía cantando pleno de paz y júbilo.
 
Se acercó a mi guitarra.
Sonrió.
Hizo sonar las cuerdas dulcemente.
Metió una mano dentro de mi pecho
y acarició mi corazón alegre como a un perro.
Me dijo no cien veces con acento infantil.
Y se alejó con una gran sonrisa,
por sobre la catástrofe y los muertos,
por sobre los heridos y las ruinas,
por sobre la humazón y los escombros,
por sobre mi guitarra destrozada,
mi corazón colgando pecho afuera
y mi espérame espérame.
 
Se alejó irremediablemente en su sonrisa
hacia quién sabe dónde.
 
Lo peor de la tragedia
es que toda esta historia son mentiras.

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