Manuel José Arce leal

La hora de la siembra

Y no nos han dejado otro camino.
Y está bien que así sea.
Recibimos el golpe en la mejilla,
la patada en la cara.
Y pusimos la otra mejilla,
silenciosos y mansos,
resignados.
Entonces comenzaron los azotes,
comenzó la tortura.
Llegó la muerte.
Llegó noventa mil veces la muerte.
La labraban despacio,
riéndose,
con alegría de nuestro sufrimiento.
 
Ya no se trata sólo de nosotros los hombres.
El saqueo constante de nuestras energías,
el robo permanente del sudor
—en cuadrilla, a mano armada, con la ley de su parte—.
Ya no se trata sólo de la muerte por hambre.
Ya no se trata sólo de nosotros los hombres.
También a las mujeres,
a los hijos,
a nuestros padres y a nuestras madres.
Los violan, los torturan, los matan.
También a nuestras casas,
las queman.
Y destruyen las siembras.
Y matan las gallinas, los marranos, los perros.
Y envenenan los ríos.
 
Y no nos han dejado otro camino.
Y está bien que así sea.
 
Trabajábamos.
Trabajábamos mas allá de las fuerzas.
Empezábamos a trabajar cuando aprendíamos a caminar
y no nos deteníamos sino al momento de morirnos.
Nos moríamos de viejos a los treinta años.
Trabajábamos.
 
El sudor era un río que se bifurcaba:
de un lado se volvía miseria, fatiga y muerte para nosotros:
de otro lado, riqueza, vicio y poder para ellos.
Sin embargo,
seguimos trabajando y muriendo siglo tras siglo.
Pero ni aun así se ablandaban sus caras frente a nosotros.
Vinieron con sus armas
y sus armas vinieron a matarnos.
 
Y no nos han dejado otro camino.
Y hemos tenido que empuñar las armas
también nosotros.
 
Al principio eran las piedras,
las ramas de los árboles.
Luego, los instrumentos de labranza,
los azadones, los machetes, las piochas,
nuestras armas.
Nuestro conocimiento de la tierra,
el paso infatigable,
nuestra capacidad de sufrimiento,
el ojo que conoce y reconoce cada hoja,
el animal que avisa,
el silencio que aprieta las quijadas.
Esas fueron primero nuestras armas.
 
No teníamos armas.
Ellos si que tenían:
las compraban con nuestro trabajo
y luego las usaban contra nosotros.
 
Ahora tenemos armas:
las de ellos.
Cuando vinieron nocturnos a matarnos
les salimos al paso,
caemos como rayos
y tomamos las armas,
agarramos las armas.
 
Cada fusil cuesta muchas vidas.
Pero son mas las muertes que nos cuesta
si sigue en manos de ellos.
 
Y no nos han dejado otro camino.
Y está bien que así sea.
Porque esta vez
las cosas
van a cambiar definitivamente.
Están cambiando.
Ya cambiaron.
Cada bala que disparamos lleva
la verdad del amor por nuestros hijos,
por nuestras mujeres y nuestros mayores
y por la tierra misma y por sus árboles.
 
Y por eso hay mujeres y niños combatiendo junto a nosotros.
 
Cuando sembramos el maíz,
sabemos que deberán pasar lunas y soles
hasta que la mazorca sonría con sus granos y se vuelva alimento.
Y cuando disparamos nuestras armas
es como si sembráramos
y sabemos
que deberá venir una cosecha.
Tal vez no la veamos.
Tal vez no comeremos nuestra siembra.
Pero quedan sembradas las semillas.
 
Las balas que ellos tiran solo llevan muerte.
Nuestras balas germinan,
se vuelven vida y libertad,
son metal de esperanza.
 
Las cosas han cambiado.
Y esta bien que así sea.
 
Hemos limpiado y aceitado el arma.
Echamos las semillas en la alforja y emprendemos la marcha
serios y silenciosos por entre la montaña.
 
Es la hora de la siembra.

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