Era un pueblo iluminado.
En el parque, muchachos y muchachas daban vueltas
debajo de farolas cubiertas de follaje.
Y como que hablaban y reían.
Los coches, en piqueras,
tenían dispuestos los caballos.
Los cocheros también como que hablaban y reían.
Era un pueblo iluminado, navegando
la noche olorosa a mirto y flor de panetela
y susurrante de viento y ramazón de álamos.
Ese era el único sonido en todo el pueblo:
el viento metiéndose en los álamos.
Los pasos de la gente no se oían,
ni sus voces se oían, ni
se oían el trote del caballo
ni la campanilla del coche bamboleante.
Sólo el rumor del viento metiéndose en los álamos
y perdiéndose en las calles.
Era un pueblo iluminado en medio de la noche,
flotando en el olor silvestre de los patios.