Manuel Acuña

Entonces y hoy

Ese era el cuadro que, al romper la noche,
  sus velos de crespón,
alumbró, atravesando las ventanas,
  la tibia luz del sol:
un techo que acababa de entreabrirse
  para que entrara Dios,
una lámpara pálida y humeante
  brillando en un rincón.
Y entre las almas de los dos esposos,
  como un lazo de amor,
una cuna de mimbres con un niño
  recién nacido… ¡yo!
Posadas sobre la áspera cornisa
  todas de dos en dos;
las golondrinas junto al pardo nido
  lanzaban su canción.
En tanto que a la puerta de sus jaulas,
  temblando de dolor,
mezclaban la torcaza y los zentzontlis
  sus trinos y su voz.
La madreselva, alzando entre las rejas
  su tallo trepador,
enlazaba sus ramas y sus hojas
  en grata confusión,
formando un cortinaje en el que había
  por cada hoja una flor,
en cada flor una gotita de agua,
  y en cada gota un sol,
¡reflejo del dulcísimo de entonces
  y del doliente de hoy!
Mi madre, la que vive todavía
  puesto que vivo yo,
me arrullaba en sus brazos suspirando
  de dicha y de emoción,
mientras mi padre en el sencillo exceso
  de su infinito amor,
me daba las caricias que más tarde
  la ausencia me robó,
y que a la tumba en donde duerme ahora
  ¡a pagarle aún no voy!...
Forma querida del amante ensueño
  que embriagaba a los dos,
yo era en aquel hogar y en aquel día
  de encanto y bendición,
para mi cuna blanca, un inocente,
  para el mundo un dolor,
y para aquellos corazones buenos
  ¡un tercer corazón!...
De aquellas horas bendecidas, hace
  veintitrés años hoy…
y de aquella mañana a esta mañana,
  de aquel sol a este sol,
mi hogar se ha retirado de mis ojos,
  se ha hundido mi ilusión,
y la que tiene el cielo entre sus brazos,
  la madre de mi amor,
ni viene a despertarme en las mañanas,
  ni está donde yo estoy;
y en vano trato de que mi arpa rota
  module una canción,
y en vano de que el llanto y sus sollozos
  dejen de ahogar mi voz…
que sólo y frente a todos los recuerdos
  de aquel tiempo que huyó,
mi alma es como un santuario en cuyas ruinas,
  sin lámpara y sin Dios,
evoco a la esperanza, y la esperanza
  penetra en su interior,
como en el fondo de un sepulcro antiguo
  las miradas del sol…
 
Bajo el cielo que extiende la existencia
  de la cuna al panteón,
en cada corazón palpita un mundo,
  y en cada amor un sol…
Bajo el cielo nublado de mi vida
  donde esa luz murió
¿qué hará este mundo de los sueños míos?
  ¿Qué hará mi corazón?

(1872)

Este es uno de los poemas más logrados de Manuel Acuña; escrito un año antes de suicidarse, es posible que encontremos aquí algunos indicios de su faltal y prematuro desenlace. Acuña evoca la época de su nacimiento y el amor de sus padres, pintando un bello paisaje en el que cada elemento es cómplice del acontecimiento.

Cumplida la edad de catorce años, el poeta abandona el hogar amoroso y su ciudad natal, Saltillo Coahuila, para estudiar latinidad y luego medicina en la Ciudad de México. En la lejanía debe soportar la muerte de su padre. Su alma sensible y lastimada por la ausencia, se escucha elocuente en este canto melodioso y nostálgico. La elección de versos endecasílabos llanos y versos de seis sílabas agudos alternados, intensifica el sonido melancólico de sus recuerdos. En su presente gris, la esperanza es convocada y esta llega en la luz de su pasado para alumbrar su corazón que se abre como un sepulcro añoso para recibir el leve alivio de esa iluminación. Es un poema que comienza colorido y lleno de esperanza y que graduamente se torna muy triste; al final domina la desesperación, la soledad y la incertidumbre. Su "entonces" y su "hoy".

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