Luisa Pérez de Zambrana

Martirio

(Después de la muerte de mi hijo Jesús)

¡Cómo te miro, al rayo de la luna,
pálido, melancólico, marchito,
sentado bajo el sauce que sombrea
tu sepulcro tristísimo!
 
¡Cómo te miro, con el rostro suave
de mansedumbre celestial ceñido,
con la tétrica frente entre las manos,
llorando en el abismo!
 
¡Qué sombra llevas en tus sienes de ámbar!
¡qué luto en tu mirar entristecido!
¡con qué dolor, de lejos, me contemplas
resignado y sumiso!
 
Aquí estoy, aquí estoy, sobre tu losa,
¡oh dormido de mi alma! ¡oh bien querido!
aquí estoy con el cáliz en la mano,
rebosado de absintio.
 
Mira cómo descienden, una a una,
calladas, melancólicas, sin ruido,
a mis humildes sienes inclinadas
las palmas del martirio.
 
Mira sobre mi lívido semblante
¡ay! las heridas que dejó el suplicio,
y en mi frente caída sobre el necho.
las espinas de Cristo.
 
Antes absorta contemplé la luna
abrir sus alas de celeste brillo,
como una perla inmensa que plateaba
el oscuro zafiro.
 
Y bajo arcos inmóviles de sombra
la gruta azul y trémula del río,
y de estrellas, tendidos en el éter.
brillantísimos cintos.
 
Hoy contemplo en el cíelo y en las ondas,
¡ay! con el corazón de muerte herido,
con sudarios de nácar en sus tumbas
mis ángeles dormidos.
 
Hoy contemplo en las nieblas de la noche,
errátil, intangible, fugitivo,
pasar como el reflejo de una estrella,
tu perfil dolorido.
 
Y caigo sobre el musgo sollozando,
¡hijo de mis entrañas! ¡hijo mío!
y ante tu sombra que se aleja suave,
trémula me arrodillo.
 
¿A tus dulces y pálidas hermanas
en los soles inmensos te has unido,
como se unen, temblando, cuatro gotas
de celeste rocío?
 
¿O como astros errantes vagáis solos
en la infinita inmensidad perdidos?
¿o dormís del sepulcro, en el misterio
negro y desconocido?
 
La puerta azul los ángeles abrieron
de inefable temura estremecidos?
¿y en el espejo de la luz eterna
ves el Rostro divino?
 
¡Secreto formidable de la tumba!
¿hay en tu fondo el eco de un gemido
o a través de tu losa, surge suave
el acorde de un himno?
 
Vencida, vacilante y encorvada
bajo la noche inmensa del Destino,
con las manos cruzadas sobre el pecho
y los ojos caídos,
 
del ciprés, como un ángel enlutado
que abre sus negras alas en tu asilo,
entro en la sombra, junto a ti, buscando
mi sepulcro sombrío.
 
¡Oh lágrimas de plata de la tarde!
¡oh estrellas de oro! en temblorosos hilos
llorad por los espíritus alados
que en silencio se han ido.
 
Y vos, con vuestras manos adorables,
bendecidlos ¡oh Inmenso! bendecidlos;
porque vos sois la eternidad inmóvil
y el perdón infinito.
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