El champagne de la tarde sedativa
embriagó la montaña y el abismo,
de una sedosidad de misticismo,
y de una opalescencia compasiva.
Hundiste el puñal zarco de tu altiva
mirada en mis adentros, y el lirismo
cundió mi alma de romanticismo:
rodó la gema de la estrofa viva.
Entonces gimió el cisne de mi ansia,
por el remanso lleno de arrogancia
de tus ojos nostálgicos y sabios;
y la dorada abeja del deseo,
en su errante y sutil revoloteo
buscó el clavel sangriento de tus labios.