Topacios y amatistas, zafiros y esmeraldas,
se funden en la hoguera de un ocaso imperial;
y, en negro, se dibuja, sobre las vivas gualdas,
al filo de las cumbres, una palma real.
Al lado opuesto sube, del monte a las espaldas
—semiborrada esfera de mármol sideral—,
la luna. Y de los cerros las caprichosas faldas
extienden su lujosa verdura tropical.
Rico tisú bordado de perlas y diamantes,
el mar copia del cielo los lívidos cambiantes
y entrega al viento libre su manto de turquí.
Y arriba, en las profundas soledades de arriba,
la estrella de la tarde, doliente y pensativa,
se clava en un ardiente celaje de rubí.