Ecos de un Adiós
Era la noche mi única compañera,
un café frío y un libro sin páginas,
pensé que el tiempo, con su sombra ligera,
era el enemigo de las almas más sabias.
Pero un día llegaste con risas prestadas,
tus palabras doradas, tu disfraz de verdad,
y abrí la ventana de mi alma cerrada
creyendo encontrar un puerto de paz.
Al principio fue un baile de luces y aplausos,
dos mundos girando al compás de un reloj,
pero pronto noté los silencios pausados,
las preguntas sin respuestas, el cariño veloz.
Compartíamos el pan, la sal y la cama,
pero en medio del lecho creció un mar de hiel,
tus ojos buscaban una ausente llama,
y yo me ahogaba en un sueño sin piel.
¿Qué duele más? ¿La silla vacía
o la que ocupas tú sin mirarme jamás?
¿La noche que grita su melodía
o tu voz que repite un “te quiero” fugaz?
Fingíamos canciones, abrazos de mentira,
mientras el tiempo tejía su red de cristal;
eras un espejismo, una frágil pirámide,
un invierno con forma de flor tropical.
Aprendí que no existe peor soledad
que morir en los brazos de quien no ve tu voz,
que clavar banderas en un mar de ansiedad
y descubrir que el mapa no conduce a ningún lugar.
Hoy rompo el espejo de tus medias verdades,
recupero mis pasos, mis versos al viento,
porque prefiero mil noches desoladas
que un amanecer junto a tu falso aliento.
La soledad duele, pero no deja heridas,
solo enseña a querer lo que el alma atesora;
y aunque el camino se pinte de despedidas,
nunca es tarde para bailar con la aurora.
—Luis Barreda/LAB