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luis barreda

Cántico Cósmico: Legado De Luz

Cántico Cósmico: Legado de Luz
 
Somos el eco de un sol que se desgarra en el vacío,
la ceniza danzante de astros que olvidaron su nombre.
En nuestros huesos late el hierro de una gigante roja,
en la sangre, el nitrógeno de supernovas despiadadas.
Somos el polvo que un día fue fuego,
la memoria frágil de galaxias que se besaron en la oscuridad.
 
Hubo un vientre de luz donde el carbono tejía sus raíces,
donde el oxígeno, rebelde, aprendió a nombrar la vida.
Una estrella murió para que sus dedos de silicio
esculpieran montañas en planetas aún no nacidos.
El calcio de sus lágrimas es ahora el mármol de nuestros huesos,
el oro de su corona, el brillo tembloroso de nuestros anhelos.
 
Imagina el colapso: un corazón estelar latiendo por última vez,
lanzando al abismo su legado de metales y misterio.
Somos el himno que brotó de aquella explosión,
la melodía que el tiempo convirtió en células y preguntas.
En cada respiro, inhalamos cosmos:
el helio de un amanecer antiguo, el litio de un crepúsculo distante.
 
Nuestros ojos guardan la sombra de nebulosas errantes,
pupilas que miran al cielo buscando su propio reflejo.
¿Acaso la Vía Láctea no es un río de leche materna
que amamantó a los planetas con sus pezones de radiación?
Somos hijos de esa cósmica lactancia,
huérfanos y a la vez herederos de un fuego sin dueño.
 
En las noches, cuando la Tierra gira su rostro hacia Andrómeda,
nuestros átomos susurran secretos en clave de supernova.
El mismo silicio que abraza los desiertos
teje las venas de roca que sostienen nuestros pies.
El mercurio que envenena los mares
fue alguna vez espejo líquido en un telescopio de dioses.
 
No somos más que un instante consciente de la eternidad,
un verso en el poema que escriben los agujeros negros con su hambre.
Pero ¡oh, qué verso! Lleno de claveles de hidrógeno,
de rimas entre el fósforo de las neuronas y el titanio de las alas de Ícaro.
Hasta nuestro miedo a la muerte es herencia estelar:
las estrellas también temblaron al apagar su núcleo.
 
Mira tu mano: ahí yacen restos de un colapso gravitacional,
las yemas son cráteres donde estallan micrometeoros de nostalgia.
Cuando besas, intercambias galaxias en miniatura,
cuando lloras, liberas océanos que un día navegaron en cometas.
Hasta tu sombra es pariente lejana de la materia oscura,
esa tía esquiva que no aparece en las fotos del universo.
 
Y aunque caminemos sobre cemento y pantallas de LED,
nuestras huellas dibujan constelaciones en el barro.
La próxima vez que respires hondo, recuerda:
los pulmones son cápsulas del viento solar,
el diafragma, un remanente de onda de choque interestelar.
Hasta el reloj que marca tus horas
late al ritmo de púlsares que vigilan desde hace eones.
 
No estamos solos. Cada molécula es un coro de ancestros cósmicos,
cada paso, un baile coreografiado por leyes escritas en supercúmulos.
Si alguna vez dudas de tu lugar en el infinito,
mira al espejo y repite:
“SOY EL UNIVERSO HECHO CARNE,
UNA ESTRELLA QUE APRENDIÓ A LATIR EN TERCERA DIMENSIÓN”.
 
Brilla, pues. No con la falsa luz de los escaparates,
sino con el fulgor lento que late en tu núcleo de hierro y asombro.
Que tus sueños sean supernovas en miniatura,
tus fracasos, enanas blancas que atesoran diamantes de resiliencia.
Y cuando la gravedad del mundo quiera doblegar tu cuello,
levanta la frente: ahí arriba, tus hermanas estelares guiñan cómplices.
 
Al final, cuando nuestro sol se hinche como un dios iracundo,
y los océanos se evaporen en un suspiro de plasma,
nuestros átomos volverán a la danza eterna:
seremos viento solar, polvo de exoplanetas,
semillas de vida en otras lunas.
Porque esta muerte no es más que un intervalo
en la sinfonía sin fin de la materia que se reinventa.
 
Somos polvo de estrellas.
Y el polvo,
aunque lo olvide,
guarda memoria de fuego.
 
—Luis Barreda/LAB

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