Por la vereda que baja al yurro
marchan dos mozos bajo la tarde;
hay en los fuetes como un susurro
y el Sol poniente parece que arde.
Ella es descalza, de trenza doble,
de ojos muy negros y muy risueña;
él es robusto, –tal es un roble,–
de manos fuertes y faz trigueña.
Ambos, unidos, marchan del brazo,
entre güitites de fronda verde,
cantando bajan por el ribazo
y la pareja por fin se pierde.
Venus que atisba desde la altura,
los vio ocultarse tras la enramada...
“¡Nunca me olvides!”, ella murmura,
y al fin de todo... no supe nada.