¿Ves cuán acelerados,
Nísida, corren a su fin los días?
¿Y los tiempos pasados,
cuando joven reías,
ves que no vuelven, y en amar porfías?
Huyó la delicada
tez, y el color purísimo de rosa,
la voz, y la preciada
melena de oro undosa:
todo la edad se lo llevó envidiosa.
¡Ay! Nísida ¿y procuras
ver a tus pies un amador constante?
¿Y de otras hermosuras
el divino semblante
censuras o desprecias arrogante?
En vano es el adorno
artificioso, y la oriental riqueza
que, repartida en torno
corona tu cabeza,
si falta juventud, gracia y belleza.
Ni digas indignada
que es indomable corazón el mío
do amor no hizo morada,
si a tus halagos frío,
del ruego que me cansa me desvío.
Que Cupidillo ciego,
hijo de Venus, fiero me encadena.
Isaura, con el fuego
de su vista serena,
todo me abrasa en agradable pena.
Ni permite que cante
los lauros que Gradivo en sangre baña,
América triunfante
con una y otra hazaña,
y el muro de Magón abierto a España.
Amor las cuerdas de oro
me dio y el plectro, porque cante en ellas
a la que firme adoro
dulcísimas querellas,
su espíritu gentil, sus formas bellas.
¡Qué amable, si el oído
presta suspensa a mi pasión doliente!
¡O al beso apetecido
evita brevemente
el labio muy hermoso y elocuente!
¡Ay! Si benigna un día
(tú lo puedes hacer, madre de amores)
cede la ninfa mía
los últimos favores,
tus aras cubriré de mirto y flores.