Leandro Fernández de Moratín

Idilio

La ausencia

  Este es Guadiela, cuyas ondas puras
van a crecer del Tajo la corriente;
esta la selva deliciosa, donde
  Horas del ardor estivo
las bellas hamadríades, formando
ligeras danzas y festivos coros.
Inarco, ¡ay, infeliz! ¿así la cumbre
vuelves a ver de aquel nuboso monte?
¿Así a pisar esta ribera vuelves?
 
  Prófugo, triste, en mi destino incierto,
dejé mi choza y mis alegres campos
y los muros de Mantua generosa,
y al bienhadado Coridon y Aminta,
y al constante en amor Alfesibeo;
todo lo abandoné. Por ignorada
senda me aparto, con errante huella,
y atrás volviendo alguna vez los ojos:
Adiós mi patria, sollozando dije,
Adiós praderas verdes, donde oculto
entre juncos y débiles cañelgas,
Manzanares humilde se adormece
sobre las urnas de oro. Adiós, y acaso
para nunca volver. A la espesura
de incultos bosques y profundo valle
la planta muevo apresuradamente,
bien como el ciervo, al conocerse herido
de enherbolado arpón, las cumbres altas
sube, desciende de la sierra al llano
y los anchos arroyos atraviesa,
en vano, ¡ay, triste! en vano, que el agudo
hierro, teñido en la caliente sangre,
cerca del corazón lleva pendiente.
 
  Yo así en el pecho abrasadora llama
siento: ni la distancia ni los días
alivian mi dolor, que en la memoria
mi bella ausente y sus hechizos duran.
El donaire gentil, la risa, el canto,
el pie que mueve en ágil danza, honesta,
los dorados undívagos cabellos,
el claro resplandor de entrambas luces
y el alto pecho que süavemente
se agita al suspirar. ¡Delicïoso,
cándido seno donde Amor se anida!
Disculpa de mi ciego desvarío.
 
  Si alguna vez a mi dolor se presta
benigno el sueño con amigas alas,
hijo de la callada, húmida noche,
al fatigado espíritu aparece
de mi partida el infeliz instante.
Miro los ojos de esplendor divino,
que en lágrimas se inundan amorosas,
la trenza ondosa deslazada al viento,
suelta la veste cándida, y escucho
la conocida voz, las dulces quejas,
que serenar el ímpetu espantoso
pueden del mar en tempestad oscura.
Tiemblo, y en vano la funesta imagen
quiero de mí apartar. Ya me parece
que con halagos, de pasión nacidos,
la linda Isaura mi partida estorba;
ya que indignada a su amador acusa
de ingrato y desleal; ya, que rendida
a su aflicción, la voz y el llanto cesan...
Yo, ¡mísero!, ciñendo el cuello hermoso
y a su labio tal vez uniendo el mío,
juro a los cielos que primero falte
mi aliento débil, que en ajenos brazos
llegue a mirarla que la pierda y viva
antes que olvide mi pasión primera.
Mas ya se acerca el trance aborrecido:
late oprimido el corazón... Entonces
al violento pesar de mí se aparta
leve la imagen de la muerte triste
más que la muerte inexorable y dura.
 
  Venus, hija del mar, diosa de Gnido,
y tú, ciego rapaz, que revolante
sigues el carro de tu madre hermosa,
la aljaba de marfil pendiente al lado:
Si hay piedad en el cielo, si el humilde
ruego de un infeliz no vos ofende,
¡oh!, basten ya las padecidas penas.
Vuelva yo a ver aquel agrado honesto,
aquel dulce reír, y la süave
voz de sirena escuche, y sus favores
gozando, tornen las alegres horas.
Pero si acaso mi destino fuere
tan enemigo a la ventura mía,
que en larga ausencia padecer me manda:
Alma Citeres, flechador Cupido,
tal rigor estorbad. Falte a mis ojos
la luz pura del sol en noche eterna,
y del cuerpo mi espíritu desnudo,
fugaz descienda, en vana sombra y fría,
a la morada de Plutón terrible.
 
  Inarco así, de la que adora ausente,
a las deidades del Olimpo sordas
demandaba piedad. Damon en tanto,
joven pastor, que al valle reducía
pobre rebaño de manchadas cabras,
al pie de un olmo halló sobre la hierba
al amante zagal apenas vivo.
Le alzó del suelo con amiga mano,
razones, no escuchadas, repitiendo,
por si con ellas aliviar lograse
su grave afán, piadoso le conduce
a su rústico albergue, y vagaroso
el fiel Melampo a su señor seguía.
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