Juls Ucherr

«El tigre de algodón o la represión del magnánimo ser»

“Nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad.”

Friedrich Nietzsche

Se muestra la noche y la luz del farol recae sobre el tigre, quien gateando sutilmente se desplaza por el lecho. Con sus extremidades rodea cada punta del colchón, no busca nada más que juguetear con sus garras, desgarrar para ser desgarrado suavemente. El juguetón tigre no necesita el calor de un calefactor, su suave pelaje lo calienta haciéndole extrañar profundamente la gélida jungla industrial de la cual ha sido arrebatado en cajas de cartón. Su única forma de diversión consiste en observar al hombre que se ha convertido en su compañero. Fino, de semblante y tez perdida, acaricia al tigre con todo su cuerpo; se lanza contra él dejando un olor hediondo.

Como de costumbre, el hombre espera a la media noche. El teléfono suena. Ring, ring. Ven, a casa, esta vez solo tengo la mitad. El tigre pica el ojo, mira sin tribulación. Cauteloso, el hombre rodea a su presa. Se abalanza: un salto tímido, quebradizo, nunca semejante al del ser feroz. Entonces el tigre observa como la víctima siempre acaba dominante, exigente; el otro explica que quizá funcione más tarde. Seguramente la jaula le queda grande al animalito, dice ella y el hombre, fuertemente ofendido se sube los pantalones y le grita que se marche. La puerta suena. Es una pedrada, un coco cayendo al suelo en la hondura de la selva.

El tigre comprende, siempre espectador, que esa no era la verdadera víctima de su dueño. El teléfono vuelve a sonar. Ring, ring. Es el otro hombre del amanecer, llegando para ser devorado; una gacela suave, que no grita, que no huye, que solo gime a su sayón. Ambos disfrutan el acto, sin decir palabra alguna ante la maravilla del ciclo alimenticio artificial.

Al día siguiente, brevemente una que otra palabra se escapa de la boca de uno, seguida por la palabra del otro. El tigre pica el ojo, mira sin inquietud. Nos veremos después, sí, cuídate tú también. Otro coco cae al suelo, ya no hay eco. El hombre solitario se rige a la banalidad del evento, ya no como una fiera, solo como el ser desamparado que había sido desde el primer momento. Se lanza contra el tigre, como un felino que busca amamantar sus dolor.

El tigre solo observa,
sabe que el hombre
no es tan impetuoso
como aparenta.

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