¡Qué triste belleza, amarilla y descolorida, la del sol de la tarde, cuando me despierto bajo la higuera!
Una brisa seca, embalsamada de derretida jara, me acaricia el sudoroso despertar. Las grandes hojas, levemente movidas, del blando árbol viejo, me enlutan o me deslumbran. Parece que me mecieran suavemente en una cuna que fuese del sol a la sombra, de la sombra al sol.
Lejos, en el pueblo desierto, las campanas de la tres suenan las vísperas, tras el oleaje de cristal del aire. Oyéndolas, Platero, que me ha robado una gran sandía de dulce escarcha grana, de pie, inmóvil, me mira con sus enormes ojos vacilantes, en los que le anda una pegajosa mosca verde.
Frente a sus ojos cansados, mis ojos se me cansan otra vez... Torna la brisa, cual una mariposa que quisiera volar y a la que, de pronto, se le doblaron las alas.... las alas... mis párpados flojos, que, de pronto, se cerraran...