Estábamos jugando con Platero y con el loro, en el huerto de mi amigo, el médico francés, cuando una mujer, desordenada y ansiosa, llegó cuesta abajo, hasta nosotros. Antes de llegar, avanzando el negro mirar angustiado a mí, me había suplicado:
—Zeñorito: ¿ejtá ahí eze médico?
Tras ella venían ya unos chiquillos astrosos, que a cada instante, jadeando, miraban camino arriba; al fin, varios hombres que traían a otro, lívido y decaído. Era un cazador furtivo de esos que cazan venados en el coto de Doñana. La escopeta, una absurda escopeta vieja amarrada con tomiza, se le había reventado, y el cazador traía el tiro en un brazo.
Mi amigo se llegó, cariñoso, al herido, le levantó unos míseros trapos que le habían puesto, le lavó la sangre y le fue tocando huesos y músculos. De vez en cuando me decía:
—Ce n’est rien...
Caía la tarde. De Huelva llegaba un olor a marisma, a brea, a pescado... Los naranjos redondeaban, sobre el poniente rosa, sus apretados terciopelos de esmeralda. En una lila, lila y verde, el loro, verde y rojo, iba y venía, curioseándonos con sus ojitos redondos.
Al pobre cazador se le llenaban de sol las lágrimas saltadas; a veces, dejaba oír un ahogado grito. Y el loro:
—Ce n’est rien...
Mi amigo ponía al herido algodones y vendas...
El pobre hombre:
—¡Aaay!
Y el loro, entre las lilas:
—Ce n’est rien... Ce n’est rien...