Juan Clemente Zenea

Infelicia

De mí se acuerdan, y mi encierro lloran
desconocidos seres,
jóvenes, ¡ay!, que de entusiasmo llenas,
del sonido de un arpa se enamoran,
soñadoras mujeres
amigas de mis versos y mis penas.
 
¡Y tú, ni una palabra de cariño
para anunciarme que tu amor no olvida
la intimidad de nuestro afecto, cuando
era yo casi niño,
y estaba en tu horizonte despuntando
la fúlgida alborada de tu vida!
 
Ese es el corazón; esa la historia,
que antigua historia de aflicciones era
en aquél que se vio, siglo fecundo,
descender la paloma de la gloria;
y del santo Jordán en la ribera
bajo sus alas renacer el mundo.
 
Cuando tu frente, ¡oh Cristo!, ensangrentaba
la corona de espinas y de abrojos,
¿dónde estaba Jetró? ¿Do, Jesús pío,
la viuda de Naín? ¿Y dónde estaba
aquél que, abriendo a tu clamor los ojos,
salió en Betania del sepulcro frío?
 
Al prorrumpir en tan dolientes quejas,
tras largos, lentos, azarosos días,
para advertirme que mi mal sentiste,
finge un amigo contemplar las rejas;
y me dice que tú, llorando triste,
memorias, ¡ay!, a la prisión me envías.
 
¡Memorias tuyas! ¡Y llorar piadosa!,
es recordarme en horas de martirio
mis muertas horas de descanso y calma,
y hablarme de una noche deliciosa,
de un beso, una lágrima, un delirio,
de la primera convulsión de un alma.
 
Del baile y de emociones fatigados,
salimos al jardín a errar dichosos;
enfrente de un ciprés nos detuvimos,
y en el sabroso platicar, sentados
al pie de unos resales olorosos,
¡oh, que cosas tan dulces nos dijimos!
 
Tu juventud con sus brillantes galas,
la música, tu voz, el claro cielo,
la presión de tu mano,
el céfiro noctivago en sus alas
débil hurtando en perezoso vuelo
los últimos aromas del verano,
todo alentaba la pasión ardiente;
 
Y alarmados, mujer, nuestros sentidos,
en busca de suspiros anhelantes,
hubo una vez en que al alzar la frente
mis labios atrevidos
tocaron en tus labios palpitantes.
 
Tocaron nada más. Firme constancia
me prometiste, y sin temor de engaños,
nos descubrimos el pasado entero:
alegres juegos en tu fresca infancia
y un ángel hechicero
todo el querer de mis floridos años.
 
“Infelice de mí!” —clamaste ansiosa—.
“¡Te quiso otra mujer! ¡Oh, suerte impía!”
Y te angustiaste al escuchar su nombre;
y entonces fue la lágrima copiosa,
cuando entendiste que albergar podía
más de un amor el corazón del hombre.
 
Viajando libre, a su placer perdido,
mi espíritu en el éter se espaciaba
por los orbes de luz del firmamento,
y algo pálido, azul, indefinido,
las auroras eternas presagiaba
y la vida inmortal del pensamiento.
 
Ingenua, melancólica, sensible,
mirándome inocente,
en mí depositaste tu confianza,
y en la mar bonancible
de la plácida edad adolescente
sus áncoras lanzó nuestra esperanza.
 
En presencia de Dios, con un suspiro,
dejamos el ciprés y los rosales,
y al vals animador tornando luego
sentimos las esferas celestiales
que en torno nuestro en caprichoso giro
volaban en atmósfera de fuego.
 
Después los votos, el adiós, la cita;
y más tarde la esquela,
al cauteloso conversar a solas;
tribulaciones e ilusión marchita,
un drama, una novela,
un gran naufragio en las mundanas olas.
 
Para nunca, jamás, volver a verte
los hados implacables
entre nosotros dos, dando un gemido,
como abriendo los antros de la muerte,
nos abrieron abismos insondables
de soledad, separación y olvido.
 
Y así llegar he visto prematura
mi estación del otoño; se detienen
las aguas al helarse en las orillas,
corona ya las cumbres nieve pura,
y a todo su correr, rápidos vienen
los tiempos de las hojas amarillas.
 
Sé que protegen las antiguas gracias
de tus mejillas las lozanas rosas,
y que nadan en luz tus negros ojos;
sé que en tus miserias y desgracias
envidia son de vírgenes hermosas
de tu belleza espléndidos despojos.
 
Y sé también que acrecen con las mías
las amarguras de tus hondas penas,
y que en este fatal, terrible instante,
con sangre de tus venas
contenta y generosa comprarías
la libertad de tu primer amante.
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