I
En la intrincada senda, y en el rojo
peñón, y en la monótona llanura,
no queda ya ni un resto de verdura,
ni una brizna de hierba, ni un abrojo.
Tan sólo cuelga su último despojo
la seca hiedra, de la tapia obscura,
bajo la cual el ábrego murmura
y crujen las hacinas del rastrojo.
Viene la tarde cenicienta y fría
y una desolación abrumadora
se extiende sobre el monte y la alquería.
Nada se oye vivir. Sólo en la hora
del declinar tristísimo del día,
la parda grulla en el erial crotora.
II
¡Qué tristeza tan honda en el paisaje!
Del Norte frío al destructor aliento
suspendióse en el campo el movimiento
y gimieron los troncos y el ramaje.
Ya no hay nidos, ni cantos, ni follaje,
no se escucha un murmurio ni un acento
y apenas, junto al lago tremulento,
se oye graznar al ánade salvaje.
En las regiones de Aquilón desata
su furia y con fragor se precipita,
sin cesar, sin cesar escarcha y llueve;
mientras inmensamente se dilata
desesperante, trágica, infinita,
la sepulcral blancura de la nieve.
III
Si tan helada soledad impera
en el mar, en la tierra y en el cielo,
si ya no corre el límpido arroyuelo
ni se mece el rosal en la pradera,
¡ah! no pensemos que la vida muera:
amortajada con su blanco velo,
bajo la opaca crústula del hielo
una inmortal resurrección espera.
Mas ¿quien puede escuchar las misteriosas
voces que eleva en místico murmullo
el más alto seno de las cosas?
Nada sucumbe: el escondido germen,
la crisálida envuelta en su capullo,
la célula y el grano... ¡todos duermen!