Yo era el senescal de la reina del festín. Habíamos constituido una sociedad jocunda y de breve existencia, recordando los estatutos de la república jovial establecida en el principio del Decamerón. Las cigarras fervientes molestaban, a veces, desde los olivos.
Donceles o, mejor dicho, damiseles vanos amaestraban en la danza los perros favoritos de las mujeres. Llorábamos de risa al contemplar el gesto de una grulla de instintos imitativos. Reproducíamos algunos momentos del genio extravagante de Aristófanes.
Cuando volví del campo a la ciudad, redimido de la petulancia faunesca, vinieron a mi encuentro los magnates de mi trato y compañía, mercaderes habituados a la riqueza hereditaria. Abandonaron un momento su actitud distinguida y el estrado en donde pregonaban su dignidad y me enunciaron una misma frase acompasada, en señal de condolencia. Mi noble señora había salido de este siglo.
Una mano desconocida había depositado, antes de mi deserción, una corona de flores lívidas en la mesa de su oratorio. Esa corona, ceñida a la frente de la muerta, bajó también al reino de las sombras. Encarecía el rostro lánguido y lo asemejaba al de una santa en el arte rutinario de un monje.
Yo descubrí el nombre del sitio recordando una lamentación de Orestes.
#EscritoresVenezolanos (1929) Las del formas fuego