Yo había pasado la mitad de la noche a la vista de las frías constelaciones y vine a recogerme y a dormir en una sopeña, a la manera de Orfeo.
Hallaba menos al joven compañero de mis fatigas. Él era hijo de un rey precipitado de su trono y había llegado hasta mí después de recorrer climas distintos.
Me apareció en sueños y me refirió su muerte a manos de unos cabreros insensibles. Su cuerpo había sido abandonado en un desierto de piedras. Allí reptaban pesadamente unos vestiglos nacidos del océano.
Gimió inconsolable hasta el momento de tenderle mi diestra, en seguridad de mi culto por su memoria. Él temía especialmente a un sepulturero de la vecindad, encarnizado en romper la cabeza de los difuntos. Se retiró en paz, prometiéndome su inmediato retorno al originario torbellino del sol.
Yo entregué al fuego su cadáver en la mañana del día siguiente.
Guardo sus cenizas en una urna de ciprés incorruptible, para sumarlas a las de mí mismo el día supremo, y esa urna es el único tesoro ganado por mí en este viaje involuntario.
#EscritoresVenezolanos (1929) Las del formas fuego