Sobre el vasto silencio se proyectó mi grito,
sobre el silencio límite del firmamento hueco.
Ni un eco abrió sus órbitas elásticas... ni un eco
rajó sus cien gargantas roncas en lo infinito.
Contra el silencio incólume se aplastó mi protesta,
contra el terco mutismo de la extensión plomiza.
Y repetí mi grito: Como única respuesta
me derribó una cálida ráfaga de ceniza!
Y por la estepa muda cruzó un soplo terrible
difundiendo acres gérmenes de odios y de epidemias;
y en la oquedad monstruosa del silencio impasible
trepidó un sordo y torpe galope de blasfemias.
Y se hundieron de súbito las planicies desiertas
barajando en un vértigo todas las perspectivas,
y sobre el surco estéril de las edades muertas
pasó el ala de fuego de las cóleras vivas.
Y otra vez mi estentóreo grito de rebeldía,
perforando el silencio, se clavó en lo infinito,
y en la paz inmutable de la tierra vacía
rebotó cuatro veces el dolor de mi grito.
Así el sésamo défico fulminó su eficacia
sobre la oscura y áspera vegetación de obstáculos.
Y una fosforescencia de convulsos tentáculos
ramificó en las sombras un ademán de audacia.
Y como un filo rubio, se destacó en las brumas
un rígido propósito de verdades intactas,
y entonces la ola inmóvil se perfumó de espumas
y la brújula absurda marcó rutas exactas.
Y entre las tinieblas turbias vibró un signo incoloro
que agolpó en una réplica todo el dolor disperso.
El silencio infinito labró un verso de oro,
¡y mi grito rebelde fue el oro de aquel verso!