¿Soy yo, arenas giratorias, libres astros,
Firmamento hundido, el que se inclina
Y besa su rostro puro entre velos y serpientes?
Mil años dormida junto a un cráneo, un candelabro
De oro, un paño colgado, la he besado.
Sobre mi cabeza avanza su respiración,
Sus labios sordos, como un ruido de tambores.
¡Irrespirable y santo es su castigo, su osamenta!
(Aquí, en la sombra, cráter de terciopelo,
Sabiamente amueblado está el volcán, lo que es suyo
Como el fuego, salones olvidados de espantable encaje,
Sofás donde su cuerpo grita roncamente, degollado.)
Sepultura de la carne, yo os imploro,
Caballos encerrados, polvo incansable,
Un solo instante cálido, perfecto junto a ella,
Un solo instante vivos, y el olvido, la corriente
De mil años destruidos por un beso.
No importa ya su rostro a la deriva, iluminado
Y chorreante de gusanos, los diez dedos
De turquesa en que diluye las edades.
No importa ya su lámpara encendida bajo tierra,
Si antes hubo de rodearme mansamente
Con sus ojos y sus labios aún vivos,
Si antes hubo de asistir, como una sombra, a la caída
De la fruta sobre el mundo. Mansiones vítreas
Con alas de lagarto, entre las nubes,
Lagos aéreos pasan ante mí, batiendo sus cenizas.
Yo sólo sé, reina mía enterrada, gorgona inerte,
Cuál es mi silla y mi corona, cuál mi tristeza.