Nuevas disposiciones de la noche,
sórdidos ejercicios al dictado, lecciones del deseo
que yo aprendí, pirata,
oh joven pirata de los ojos azules.
En calles resonantes la oscuridad tenía
todavía la misma espesura total
que recuerdo en mi infancia.
Y dramáticas sombras, revestidas
con el prestigio de la prostitución,
a mi lado venían de un infierno
grasiento y sofocante como un cuarto de máquinas.
¡Largas últimas horas,
en mundos amueblados
con deslustrada loza sanitaria
y cortinas manchadas de permanganato!
Como un operario que pule una pieza,
como un afilador,
fornicar poco a poco mordiéndome los labios.
Y sentirse morir por cada pelo
de gusto, y hacer daño.
La luz amarillenta, la escalera
estremecida toda de susurros, mis pasos,
eran aún una prolongación
que me exaltaba,
lo mismo que el olor en las manos
—o que al salir el frío de la madrugada, intenso
como el recuerdo de una sensación.