Cada vez que llega ante la sepultura
besa la cruz, mueve desconsolada
la cabeza de un lado al otro
y se pone a ordenar silenciosamente las flores.
Va y viene a la canilla cercana,
cambia el agua del cántaro,
y cuida que las hormigas no avancen
sobre la tierra todavía removida.
Luego recoge lentamente sus cosas,
besa de nuevo hasta mañana la piedra,
y regresa por la soleada avenida
donde siempre canta uno de esos pájaros que cantan en los cementerios.