José María Heredia

A mi esposa en sus días

¡Oh! Cuán puro y sereno
despunta el Sol en el dichoso día
que te miró nacer, ¡Esposa mía!
Heme de amor y de ventura lleno.
 
Puerto de las borrascas de mi vida,
objeto de mi amor y mi tesoro,
con qué afectuosa devoción te adoro,
¡y te consagro mi alma enternecida!
 
Si la inquietud ansiosa me atormenta,
al mirarte recobro
gozo, serenidad, luz y ventura;
y en apacibles lazos
feliz olvido en tus amantes brazos
de mi poder funesto la amargura.
 
   Tú eres mi ángel de consuelo
   y tu celestial mirada
   tiene en mi alma enajenada
   inexplicable poder.
 
   Como el Iris en el cielo
   la fiera tormenta calma
   tus ojos bellos del alma
   disipan el padecer.
 
Y ¿cómo no lo hicieran
cuando en sus rayos lánguidos respiran
inocencia y amor? Quieran los cielos
que tu día feliz siempre nos luzca
de ventura y de paz, y nunca turben
nuestra plácida unión los torpes celos.
 
Esposa la más fiel y más querida,
siempre nos amaremos,
y uno en otro apoyado, pasaremos
el áspero desierto de la vida.
 
   Nos amaremos, esposa,
   mientras nuestro pecho aliente
   pasará la edad ardiente,
   sin que pase nuestro amor.
 
   Y si el infortunio vuelve
   con su copa de amargura,
   respete tu frente pura,
   y en mí cargue su furor.

(Noviembre de 1827)

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