Padre Océano, que del bel Tirreno
gozas los amorosos abrazados,
de gloria, si sintieses mis cuidados,
cuanto yo de pesar estarías lleno.
En la parte del cielo más sereno,
para colmar la cima de tus hados,
vi a tu hijo bañar los delicados
pies de una ninfa que nació en su seno.
«¡Ay! ¡Quién fuese hora tú!», yo le decía,
y de puro celoso, lo enturbiaba
con llanto que del alma me salía.
Mas él, que tanto bien comunicaba,
mientra con mi llorar lo revolvía,
claro en sus ondas mi dolor mostraba.