I
Yo, que pensaba en una blanca senda florida,
donde esconder mi vida bajo el azul de un sueño,
hoy pese a la inocencia de aquel dorado empeño,
muero estudiando leyes para vivir la vida.
Y en vez de una alegría musical de cantares,
o de la blanca senda constelada de flores,
aumentan mis nostalgias solemnes profesores
y aulas llenas de alumnos alegres y vulgares.
Pero asisto a la clase puntualmente. Me hundo
en la enfática crítica y el debate profundo.
Savigny, Puchta, Ihering, Teófilo, Papiniano...
Así cubren y llenan esta vida que hoy vivo
la ciencia complicada del administrativo
y el libro interminable del Derecho Romano.
II
Luego, en el mes de junio, la angustia del examen.
Pomposos catedráticos en severos estrados,
y el anónimo grupo de alumnos asustados
ante la incertidumbre tremenda de dictamen
que juzgará el prestigio de su sabiduría...
aplaudid aquel triunfo que el talento pregona,
y mirad cómo a veces el dictamen corona
con un sobresaliente una testa vacía.
Deshojar cuatro años esta existencia vana,
en que París es sueño y es realidad la Habana;
gemir, atado al poste de la vulgaridad,
y a pesar del ensueño de luz en que me agito,
constreñir el espíritu sediento de infinito
a las angostas aulas de una Universidad.
III
¿Y después? Junto a un título flamante de abogado,
irá el pobre poeta con su melancolía
a hundirse en la ignorancia de alguna notaría,
o a sepultar sus ansias en la paz de un juzgado.
Lejos del luminoso consuelo de la rosa,
de la estrella, del ave, de la linfa, del trino,
toda la poesía de mi anhelo divino
será un desesperante montón de baja prosa.
Y pensar que si entonces la idealidad de un ala
musical, en la noche de mi pecho resbala
o me cita la urgente musa del madrigal,
tendré que ahogar, señores, mi lírica demencia
en los considerandos de una vulgar sentencia,
o en un estrecho artículo del Código Penal...