Canta la Alondra en las puertas del cielo sus arpas infinitas.
Canta espacios de oro rindiéndose ante el alba en suaves pasos.
Canta la Alondra la angélica alegría de los astros, canta el coro de Dios
Iluminando fuentes y tránsitos de estrellas en la carne del cielo.
Quiero escuchar su trino lanzado a la dulce marea de las nubes,
Con ese oído de nácar que tendrán los ángeles cuando padece el corazón humano.
Yo sé que ella suplica el presto arribo de algunos seres amados por mi alma.
Y quiero ayudarla un poco, y recojo su canto por encima de su propia armonía.
Y ellos echan sus pasos a la noche prosiguiendo en belleza la estela de la Alondra.
Y nada cesa de temblar y gemir en las puertas del cielo.
Canta la Alondra en alas divinales transformada, canta el suplicio
Por donde ahogándose en luz y en blanca música la lluvia se detiene.
Canta la Alondra sobre el punto cimero, diamantino de estrellas, incendiado.
En el albo resplandor de la Paloma, canta después del trono, canta la gloria
De Sagrados vellones luminosos, deslizados al Pórtico nevado en alas del navío.
De dónde, de dónde viene esta garganta apretada de espumas siderales.
Y este encaje deslumbrante que cuelga de su labio vibrando en cada nota.
Yo pregunto de dónde, inquiero por el sitio original de todo arpegio.
De dónde llega, cómo el viento lo hace posible huésped de los mares.
Y cómo surge este público de rosas atendiendo el responso.
Y la oración de fuego que es el alba enlazada en la voz de la Alondra.
Aquí, aquí también resuena el canto de la Alondra, lejos del cielo divinal resuena.
Como una llamada urgente es escuchado, como alguien que dice palabras que le dicta
Un músico sapiente, un rey, un exigente dueño custodiado de flamígero coro.
Y aquí resuena sólo cuando es pura la noche y los deseos han sido despeñados.
Entre los blandos secretos de corderos, de abejas, de azucenas, se escucha el tremolar.
Canta la Alondra aquí detrás de cada sombra salvada en el Paráclito.
Y hay diminutas antorchas delicadamente asidas al mirar de los niños,
Y resuenan las manos dolorosas de espuma, librándole senderos de esa lira de nieve.
Y contemplo mi alma cotidianamente asombrada de belleza.
Y la dejo partir, la desdeño sin llanto, como una piedra irremediablemente inscripta de blasfemia.
Y pienso en el rostro de Santa Flora y escucho los sonidos,
Y en el mancebo ignorado que ofreciera en el Huerto la espada de su cuerpo*
Y escucho los sonidos, y el gorjear perfumado de algún lejano ángel que me vela impasible.
Canta la Alondra el éxtasis que asciende y no retorna.
Así, apacible, lenta, como la frente de un penitente cayendo en el regazo de Dios, asciende.
Yo la siento gemir en un remoto pasado de mi alma.
Yo la gusto, errante, anclada en aquel signo de Dios que no ha partido todavía.
Erguida, así, la escucho y la contemplo, en el fragmento de ángel que me espera por detrás de la muerte.
Yo la escucho cantar en los breves instantes en que ese rostro amado refulge y me confunde.
E ignoro si es posible tenerla por testigo de este doliente anhelo.
Y he aquí que entrego irremisiblemente mi alma al cristalino lecho de su canto.
Qué decir en esta circunstancia que no impregne los labios de alegría.
Yo recojo mi cuerpo en el silencio y me dispongo a morir escuchando.
Escucho cómo ascienden los seres bien amados de mi alma en pos de ese conjuro.
¡Oh Alondra! Penetra en voz de enigma por la clara ventana de su cuerpo,
Hechizando sus ojos con los propios ensalmos que derramas en extáticos lirios.
Penetra, ¡oh dulce Alondra!, su corazón amado, su pequeño recinto de gacelas,
Con los rostros más bellos, con los gestos ocultos en el límpido giro de los astros.
¡Escucha! Los címbalos del cielo despertados renuevan la alborada.
Como un gesto de Dios los trinos son llevados a enmudecido canto.
Y tu voz no ha cesado sobre el rostro de los serafines.
Y qué gran silencio pones debajo de mi sangre.