Entre resplandores y humos,
exorcismos olvidados,
la indiada secreta va
y viene, brazos en alto,
o se calla en piedra atónita,
en la compunción antigua;
porque el Pillán va cruzando
y la tierra araucana
reverbera de mirarlo,
viejo Pillán que gestea
con relámpagos y truenos.
De pronto, le salen grandes
voces y por sus costados
baja un caupolicánico
furor de Dios embridado
y colérico y su bulto
parpadea de relámpagos
y el gentío de su reino,
que lo tenía olvidado,
se acuerda de su demiurgo
y el hervor de su Centauro.
Los blancos muestran el puño
a su poderío desaforado;
a los mestizos les sube
los sucedidos quemados,
y el indio, a medio pastal,
pecho y rostro conturbados,
se arrodilla y masculla
los conjuros no olvidados,
y los nombres de los dioses
vuelven a pecho y a labio.
Va acercando y confesándose
un rey o profeta magno
y unas nubes casquivanas
juguetean a cegarlo
y envolverlo con sus brazos.
Ay, las locas casquivanas,
llenas de gestos y brazos,
locas de atar y subiendo
como unos niños llamados;
pero las aspaventosas
son meros resuellos blancos
que hace y deshace Él;
suben envalentonadas
y son juegos del Padrazo.
—Va a llover, mama, no sigas,
que estamos a campo raso.
—Te digo que está jugando
el Volcán, como un chamaco.
No halla qué hacer allá arriba
sin mujer y sin chamacos.
—Yo quiero al Volcán. Lo quiero
¿Y sí me voy a bajarlo?
Cuentan, mama, que es persona
y es brujo y manda de lo alto.
Quiero llegar donde está
y lo quiero de padrazo.
—No te voy a dejar, no,
novelero, desvariado.
Calla, calla.
Aquí no levantas piedras,
aquí no puedes gritar,
aquí conmigo no quedas
pues permiso no te dan.