El viento Norte viene
levantándose, ladino,
y aunque es más viejo que Abraham,
así comienza de fino,
y si no se apura el paso,
ya nos coge el torbellino
y somos, dentro del Loco,
un frenético, un zarcillo,
un volantín con que juega
hasta que cae vencido
y se devuelve a sus antros,
también él roto y vencido.
—Mamá, pero te has trepado
a donde el viento es indino.
—Porque yo me envicié en él
como quien se envicia en vino,
trepando por los faldeos,
siguiéndolo por el grito.
Yo no era más, era sólo
su antojo y su manojillo
y a mí me gustaba ser
su jugarreta sin tino
y en donde estoy, todavía
le llamo, a veces, “mi niño”...
¿Sabe a qué baja el Loco?
Baja a cumplir su destino.
—Él no sabe nada, mama,
y hace, no más, desatinos.
Zamarreaba nuestra casa
como si fuese un bandido.
Ninguno entonces dormía
y era como el Anti-Cristo.
—Te tiras al suelo como
si pasase el Diablo mismo,
¡ay, mi zonzo novelero!
Tapa tus orejas hasta
que cruce mi Loco suelto,
pero déjalo que a mí
me cante en Loco divino.
Porque, sábelo, nosotros,
poetas de él aprendimos
el grito rasgado, el llanto.