A Celmira Zúñiga
¡Bendita sea mi lámpara! No me humilla como la llamarada del sol, y tiene un mirar humanizado de pura suavidad, de pura dulcedumbre.
Arde en medio de mi cuarto: es su alma. Su apagado reflejo hace brillar apenas mis lágrimas y no las veo correr por mi pecho...
Según el sueño que está en mi corazón, mudo su cabezuela de cristal. Para mi oración le doy una lumbre azul, y mi cuarto se hace como la hondura del valle –ahora que no elevo mi plegaria desde el fondo de los valles. Para la tristeza, tiene un cristal violeta, y hace a las cosas padecer conmigo.
Más sabe ella de mi vida que los pechos en que he descansado. Está viva de haber tocado tantas noches mi corazón; tiene el suave ardor de mi herida íntima, que ya no abrasa, que para durar se hizo suavísima...
Tal vez al caer la noche los muertos sin mirada vienen a buscarla en los ojos de las lámparas. ¿Quién será este muerto que está mirándome con tan callada dulzura?
Si fuese humana, se fatigaría antes de mi pena, o bien, enardecida de solicitud, querría aún estar conmigo cuando la misericordia del sueño llega. Ella es, pues, la Perfecta.
Desde afuera no se adivina, y mis enemigos que pasan me creen sola. A todas mis posesiones, tan pequeñas como ésta, —240 tan divinas como ésta, voy dando una claridad imperceptible, para defenderlas de los robadores de dichas.
Basta lo que alumbra su halo de resplandor. Caben en él la cara de mi madre y el libro abierto. ¡Que me dejen solamente lo que baña esta lámpara; de todo lo demás pueden desposeerme!
¡Yo pido a Dios que en esta noche no falte a ningún triste una lámpara suave que amortigüe el brillo de sus lágrimas!
¡Brasero de pedrerías, ilusión para el pobre: mirándote, tenemos las piedras preciosas!
Voy gozándote a lo largo de la noche los grados del ardor: primero es la brasa, desnuda como una herida; después, una veladura de ceniza que te da el calor de las rosas menos ardientes; y al acabar la noche, una blancura leve y suavísima que te amortaja.
Mientras ardías, se me iban encendiendo los sueños o los recuerdos, y con la lentitud de tu brasa, iban después velándose, muriéndose...
Eres la intimidad: sin ti existe la casa, pero no sentimos el hogar.
Tú me enseñaste que lo que arde congrega a los seres en torno de su llama, y mirándote cuando niña pensé volver así mi corazón. E hice en torno mío el corro de los niños.
Las manos de los míos se juntan sobre tus brasas. Aunque la vida nos esparza, nos hemos de acordar de esta red de las manos tejida en torno tuyo.
Para gozarte mejor, te dejo descubierto; no consiento que cubran tu rescoldo maravilloso.
Te dieron una aureola de bronce, y ella te ennoblece, ensanchando el resplandor.
Mis abuelas quemaron en ti las buenas hierbas que ahuyentan a los espíritus malignos, y yo también para que te acuerdes de ellas suelo espolvorearte las hierbas fragantes, que crepitan en tu rescoldo como besos.
Mirándote, viejo brasero del hogar, voy diciendo:
—Que todos los pobres te enciendan en esta noche, para que sus manos tristes se junten sobre ti con amor!
¡Cántaro de greda, moreno como mi mejilla, tan fácil que eres a mi sed!
Mejor que tú es el labio de la fuente, abierto en la quebrada; pero está lejos, y en esta noche de verano no puedo ir hacia él.
Yo te colmo cada mañana lentamente. El agua canta primero al caer; cuando queda en silencio, la beso sobre la boca temblorosa, pagando su merced.
Eres gracioso y fuerte, cántaro moreno. Te pareces al pecho de una campesina que me amamantó cuando rendí el seno de mi madre, y me acuerdo de ella mirándote.
¿Tú ves mis labios secos? Son labios que trajeron muchas sedes: la de Dios, la de la Belleza, la del Amor. Ninguna de estas cosas fue como tú, sencilla y dócil, y las tres siguen blanqueando mis labios...
¿Sientes mi ternura?
En el verano pongo debajo de ti una arenilla dorada y húmeda, para que no te tajee el calor, y una vez te cubrí tiernamente una quebradura con barro fresco.
Fui torpe para muchas faenas, pero siempre he querido ser la dulce dueña, la que coge las cosas con temblor de dulzura por si entendieran, por si padecieran como ella...
Mañana cuando vaya al campo, cortaré las hierbas buenas para traértelas y sumergirlas en tu agua.
Cántaro de greda: eres más bueno para mí qué los que dijeron ser buenos.
¡Yo quiero que todos los pobres tengan, como yo, en esta siesta ardiente, un cántaro fresco para sus labios con amargura!