—No te entiendo, mama, eso
de ir esquivando las casas
y buscando con los ojos
los pastos o las mallacas.
¿Nunca tuviste jardín
que como de largo pasas?
—Acuérdate, me crié
con más cerros y montañas
que con rosas y claveles
y sus luces y sus sombras
aun me caen a la cara.
Los cerros cuentan historias
y las casas poco o nada.
—Y a mí que me gusta tanto
pegarme a cercos de casas
y traerte por cariño
rosas y lilas robadas...
—No es que deteste las flores
es que me ahogan las casas.
Oye tú, cuando las hacen
desperdician las montañas,
apenas si ellos las miran
como si fueran madrastras.
—Claro, tuviste el antojo
de volver así, en fantasma
para que no te siguiesen
las gentes alborotadas,
pasas, pasas las ciudades,
corriendo como azorada,
y cuando tienes diez cerros,
paras, ríes, dices, cantas.
—Tapa tu boca, que tú
no les pones mala cara
y gritas cuando los Andes
con veinte crestas doradas
y rojas, hacen señales
como madres que llamaran.
Yo te gano la porfía,
indito cara taimada.
¿Cómo vas a convencer
a la criada en sus faldas
y guardada de sus sombras
y de ellas catequizada?
Me duermo a veces mirándolas,
tomada, hundida en sus faldas.
Y con entregarme a ellas
mis penas se vuelven nada.
Ya no soy, sólo son ellas
y lo que manan: su gracia.
—¿Qué es lo que tú llamas gracia,
pobrecita que no llevas
sobre ti cosa que te valga?
—La gracia es cosa tan fina
y tan dulce y tan callada
que los que la llevan no
pueden nunca declararla,
porque ellos mismos no saben
que va en su voz o en su marcha
o que está en un no sé qué
de aire, de voz o mirada.
Yo no la alcancé, chiquito,
pero la vi de pasada
en el mirar de los niños,
de viejo o mujer doblada
sobre su faena o en
el gesto de una montaña.
Bien que me hubiese quedado
sirviéndola embelesada,
pero fue mi enemigo
la raya blanqui-dorada
de una ruta de un río y más
y más un mar de palabra.
—No te entiendo ¿por qué tú
siempre andas pensando
para mí en una parada,
en hoyos de aburrimiento
de uña casa y otra casa...?
—Es que, como el pecador,
amo y destesto las casas:
me las quiero de rendida,
las detesto de quedada.
—¿Y cuándo voy a parar
yo, mama, si tú no paras?
—No te podría dejar
en la tierra ajena y rasa,
sin un techo que te libre
de viento, lluvia y nevadas.
¿Cómo volvería yo
a mis huertos y a mi Patria,
a mi descanso, a mi término,
al ruedo ancho de mis muertos
y a la eternidad ganada,
dejándote a media Ruta
como las almas penadas?
Cuando empezamos a andar
tú no tenías “compaña”
ni para la noche ciega
ni las rutas escarchadas.
Ya miraste, ya aprendiste
cómo se siembra y se planta,
cómo se riega el durazno
y la sequía se mata,
y se ahuyenta la peste
hasta que la peste acaba.
Cuando mañana despiertes
no hallarás a la que hallabas
y habrá una tierra extendida,
grande y muda como el alma.
Apréndete el oficio nuevo y eterno.
Pide tierra para ti, cóbrala.
Es la tierra en la que yo
tu pobre mama fantasma
fue feliz como los pájaros.
—¿Te me vas, di? Sí, ya vas yéndote.
—Porque ya me estoy cansando
de ver y contar montañas,
me voy a entrar por la puerta
sin llaves y sin murallas.
Déjame, déjame entrar,
nadie se allega a fantasmas.
Aunque alinden La Serena
y se la aúpen a Corte
con Czar y torres doradas,
lo mejor siempre serán
sus huertas embalsamadas,
su oración crepuscular
y el canto de sus campanas.
—Yo te sigo, la mama, aúpame,
que voy a pata pelada.
—Salta las cercas, no temas,
esa huertera no es mala.
Por allá azulean uvas
y aquí las flores casi hablan.
¡Eh! ¿te llenas los bolsillos?
—¿Y qué te creías, mama?
—¡Qué saqueo estás haciendo!
¡Uvas negras y rosadas!
—Y tú no me ayudas, no;
y estás como embelesada.
—Sí, también estoy cogiendo,
pero no cosa vedada.
Son gajos de flores rústicas
que tú me escoges trocadas,
porque no sabes de flores
y disparatas al mentarlas.
Sigamos andando digo,
te las miento y doy cortadas.
¿Ves? Te pesan los racimos.
Las mías no pesan nada.
Este manojo, oyeló,
es no más gajo de salvia.
¿Cómo que no la conoces
si como tú, es campechana?
Ella crece, cunde, medra,
como cosa de nonada.
Tú la has visto en cualquier huerta,
pero no es aseñorada
y medra hasta en los potreros
echando flor azulada.
Mírala, abájate, huele.
Ya, ya. No vas a olvidarla.
—Mama, tú hablas de las matas
como si fueran “cristianas”.
¿Cómo te acuerdas del nombre
y del olor te atarantas?
—Calla y miéntala una vez,
dos veces, tres, ya, ya basta.
Ahora, ahora esta otra...
—Oye, yo me sé los pájaros,
me los hallo porque..., cantan.
No te digo lo demás,
porque de todo te espantas.
—¿Que tú los coges, es eso?
—Ahora ya no digo nada.
—Ya entendí ¡qué cara fea!
Eso me cuentas mañana.
Ahora estoy dándote a oler
este romero de España,
al que llaman de Castilla.
—La mama se lo tenía,
pero ya me lo olvidaba.
¿Es que tú tenías huerta?
De eso no me has dicho nada.
—Te escapas, sacas el cuerpo,
pero soy, has de saber,
una fantasma porfiada.
Y este otro gajo cogido
es de toronjil, ya basta.
Pero si hemos de seguir
así con las manos dadas,
yo me tengo de mentarte
lo que nunca te mentaron.
Es muy lindo bautizar
las criaturas amadas
—Mama, dices “criaturas”,
pero estos pastos son nada.
—Ahora te pongo a dormir
tu siesta. Tiéndete y calla.
A lo mejor te dan lindo
sueño las tres agraciadas.
Estás amurrado, sabes
duerme, duerme, te hago “nana”
—Las flores de Chile son
tantas, tantas, mi chiquillo,
que si te las voy mentando
te azoran y te atarantan.
Te voy a contar de algunas.
Párame si es que te cansas.
Unas serán las “catrinas”,
otras, campesinas rasas.
Ya sabes que no me sé
mucho a las “aseñoradas”
que no quieren doncelear
de las campesinas rasas
y les ponen el mal gesto
que les dan a sus cabañas.
Voy a decirte lo que
con la pobre menta pasa,
también con la hierbabuena
e igual con la mejorana.
—¿Qué les pasa, mama, di?
—Que ellas huelen todo el año
y las rosas una semana,
y tanto que pavonean
de su garbo y de su gracia...
Por estos lados prosperan
ésas que mientan Susanas
y no es más que la merita
manzanilla oji-dorada,
un sol pequeñito, una
que no presume de nada.
Desde que hacemos camino
parando en huertas o casas,
nos sale al paso y saluda
así con la frente alzada,
y aunque son tantas las rosas
amarillas y rosadas,
la paisanita y la blanca,
más duran menta y romero.
Aquí donde cabecean
las que auguran bodas o nada,
vale la pena parar
por estas oji-doradas
aunque ellas están rendidas
y hartas de ser consultadas.
Porque de novias de veinte,
ansiosas y atarantadas,
siempre le están preguntando
“si el novio cumple o si nada”.
Cuando ya te llegue el tiempo
de noviazgos y jaranas,
andarás también buscándolas
con la codicia en la cara:
“Me quiere”, “me quiere mucho”
o “poquito” o “casi nada”.
Y las manzanillas van
a responder en voz baja:
“mucho”, siempre, hoy y mañana.
Y la rosa va a decir:
“mucho” y sólo una semana.
—De noviazgos, no sé nada...
—¡Qué pena, Mío, no verte
con novia encocorocada,
la iglesia hirviendo de luces
y la aldea de campanas.
—Cuando hablas así de loca,
mama mía, me atarantas.
Mejor te callas y tomas
las manzanillas cortadas.
—Gracias, sí, mi niño, pero
no me gustan de cortadas.
Se doblan sus cabecitas
y en poco, no valen nada.
Pero los grandes ni tú
entienden la salvajada
y despojan a la Ruta
que les echa una mirada
dura que los va siguiendo
como insistente palabra.
—Mama ¿ves como eres loca?
Ni quieres verte enflorada.
Pero yo te quiero mirar
tan feliz como unas Pascuas
y quiero oírte cantar
en vez de decir palabras
que te oigo y no te entiendo
y que son como quedadas...
Canta el viento de tu nombre,
llámalo según lo llamas,
porque sólo cuando cantas
se nos aviva la marcha.
—Cuando me pongo a cantar
y no canto recordando,
sino que canto así, vuelta
tan sólo a lo venidero,
yo veo los montes míos
y respiro su ancho viento.
Cuando es que el camino va
lleno de niños parleros
que pasan tarareando
lo mas viejo y lo más nuevo,
con semblantes y con voces
que los dicen placenteros,
yo veo una tierra donde
tienen huerto los huerteros.
Y cuando paro en umbrales
de casas y oigo y entiendo
que Juan Labrador ya se labra
huerto suyo y duradero,
a la garganta me vienen
ganas de echarme a cantar
tu canto y lo voy siguiendo.
Parece que hasta la Tierra
que llaman “bruta” los lerdos
se puso a hablar cuando vio
el reparto de mil huertos.
Cantaba y yo me lo oí
y canté días enteros
y canté junto con ellos
y el silbo de cuatro vientos:
Viento Sur y Viento Norte
con el Este y el Oeste.
¡No hubo día entre los días
tan dorado y tan ferviente!
Cuando ya cae la noche
y me está llamando el sueño,
y alguna puerta se me abre
que es la de Juan Cosechero,
digo: Yo bien duermo aquí,
porque me va a dar buen sueño.
Cuando es tiempo del maíz
granado y el trigo tierno
y siento cortar mazorcas
que caen como entendimiento,
con mi cuerpo de mentira
donde se sientan me siento.
No me duele el que no vean
en cuerpo a la que es de sueño
que se hace y se deshace
y es y no es al mismo tiempo.
Lo que importa es que los miro,
que los palpo y me los tengo
felices como en los cuentos.
Me gustan los ademanes
y los gestos de mi gente,
el bien volear el trigo
y el abajar el ciruelo,
el regodear la frutilla
y cogérsela con tiento.
Me duelen las podas duras
del parrón que vi pequeño,
el oír caer el trigo
recto y con un tarareo.
Pero lo que más me gusta
es ver subir los renuevos.
Parece que son llamados
y que van apareciendo:
un dedito, diez y ciento
y el uno mirando al otro
y todo el árbol contento;
y Primaveras y Otoños
de manos de Dios saliendo
y poquito a poco, todas
las ramas secas “volviendo”
y gesteando azoradas
de que la Muerte fue cuento.
Con los brotes asomados
están ojeándose y viéndose
sin costumbre y con sorpresa
que todo vuelve de nuevo
y con unas timideces
de niños con traje nuevo.
Los dos mil duraznos pálidos
y los doscientos ciruelos,
y las vejanconas parras
bajito se cuchichean
y corre de mata a mata
el chisme y sigue corriendo.
Y el que los puso a dormir
les va apurando el suceso
y cada día amanece
más donoso el viejo huerto.
Pasa toditos los años
y siempre parece cuento
que el huerto vive su muerte
y no le cuesta el morir
y tampoco el devolverse.
No comer fruta pintona
por puro atarantamiento.
Unas semanitas más
y todo llega devuelto
color, aroma, sabores,
gritería y canasteo.
—Esas muchachas que buscan
flores, no las cogen, Mama.
¿Qué les pasa que no ven
la retamilla y la malva,
la topa-topa y la albahaca,
el huilli, varilla brava?
Sabes, por ser hierbas locas
ellas las mientan cizañas.
Oye: por donde pasamos
se da la flor de la araña,
también el amancai,
y aquellas “varillas bravas”.
No cortan, siguen de largo,
como si viesen nonada.
Dijiste tú que reparten
a los pobres tierra dada.
Cuando me la den a mí,
verás que pongo turnadas
la lenteja con el pilpu.
—Yo no sabía, chiquito,
que las flores te importaban.
Gentes hay que ni las ven
y pasan como que nada.
Son los tontos, pero acuérdate
de cuando pasa una oleada
de menta o huele-de-noche
o de la varilla brava.
—Esas, bah, salen solitas
¡nadie las riega ni planta!