A doña Luisa de F. de García- Huidobro.
Me ha besado y ya soy otra: otras, por el latido que duplica el de mis venas; otra, por el aliento que se percibe entre mi aliento.
Mi vientre ya es noble como mi corazón...
Y hasta encuentro en mi hálito una exhalación de flores: ¡todo por aquél que descansa en mis entrañas blandamente, como el rocío sobre la hierba!
¿Cómo será? Yo he mirado largamente los pétalos de una rosa, y los palpé con delectación: querría esa suavidad para sus mejillas. Y he jugado en un enredo de zarzas, porque me gustarían sus cabellos así, oscuros y retorcidos. Pero no importa si es tostado, con ese rico color de las gredas rojas que aman los alfareros, y si sus cabellos lisos tienen la simplicidad de mi vida entera.
Miro las quiebras de las sierras, cuando se van poblando de niebla, y hago con la niebla una silueta de niña, de niña dulcísima: que pudiera ser eso también.
Pero, por sobre todo, yo quiero que mire con el dulzor que él tiene en la mirada, y que tenga el temblor leve de su voz cuando me habla, pues en el que viene quiero amar a aquél que me besara.
Ahora sé para qué he recibido veinte veranos la luz sobre mí y me ha sido dado cortar las flores por los campos. ¿Por qué, me decía en los días más bellos, este don maravilloso del sol cálido y de la hierba fresca?
Como al racimo azulado, me traspasó la luz para la dulzura que entregaría. Éste que en el fondo de mí está haciéndose gota a gota de mis venas, éste era mi vino.
Para éste yo recé, por traspasar del nombre de Dios mi barro, con el que se haría. Y cuando leí un verso con pulsos trémulos, para él me quemó como una brasa la belleza, por que recoja de mi carne su ardor inextinguible.
Por el niño dormido que llevo, mi paso se ha vuelvo sigiloso. Y es religioso todo mi corazón, desde que lleva el misterio.
Mi voz es suave, como por una sordina de amor, y es que temo despertarlo.
Con mis ojos busco ahora en los rostros del dolor de la entrañas, para que los demás miren y comprendan la causa de mi mejilla empalidecida.
Hurgo con miedo de ternura en las hierbas donde anidan codornices. Y voy por el campo silenciosa, cautelosamente: creo que árboles y cosas tienen hijos dormidos, sobre los que velan inclinados.
Hoy he visto una mujer abriendo un surco. Sus caderas están henchidas, como las mías, por el amor, y hacía su faena curvada sobre el suelo.
He acariciado su cintura; la he traído conmigo. Beberá la leche espesa de mi mismo vaso y gozará de la sombra de mis corredores, que va grávida de gravidez de amor. Y si mi seno no es generoso, mi hijo allegará al suyo, rico, sus labios.
¡Pero no! ¿Cómo Dios dejaría enjuta la yema de mi seno, si Él mismo amplió mi cintura? Siento crecer mi pecho, subir como el agua en un ancho estanque, calladamente. Y su esponjadura echa sombra como de promesa sobre mi vientre.
¿Quién sería más pobre que yo en el valle si mi seno no se humedeciera?
Como los vasos que las mujeres ponen para recoger el rocío de la noche, pongo yo mi pecho ante Dios; le doy un nombre nuevo, le llamo el Henchidor, y le pido el licor de la vida, abundoso. Mi hijo llegará buscándolo con sed.
Ya no juego en las praderas y temo columpiarme con las mozas. Soy como la rama con fruto.
Estoy débil, tan débil, que el olor de las rosas me hizo desvanecer esta siesta, cuando bajé al jardín, y un simple canto que viene en el viento o la gota de sangre que tiene la tarde en su último latido sobre el cielo me turban, me anegan de dolor. De la sola mirada de mi dueño, si fuera dura para mí esta noche, podría morir.
Palidezco si él sufre dentro de mí: dolorida voy de su presión recóndita, y podría morir a un solo movimiento de éste que está en mí y a quien no veo.
Pero no creáis que únicamente me traspasará y estará trenzado con mis entrañas mientras lo guarde. Cuando vaya libre por los caminos, aunque esté lejos, el viento que lo azote me rasgará las carnes y su grito pasará también por mi garganta. ¡Mi llanto y mi sonrisa comenzarán en tu rostro, hijo mío!
Por él, por el que está adormecido, como hilo de agua bajo la hierba, no me dañéis, no me deis trabajos. Perdonádmelo todo: mi descontento de la mesa preparada y mi odio al ruido.
Me diréis los dolores de la casa, la pobreza y los afanes, cuando lo haya puesto en unos pañales.
En la frente, en el pecho, donde me toquéis, está él, y lanzaría un gemido respondiendo a la herida.
Ya no puedo ir por los caminos: tengo el rubor de mi ancha cintura y de la ojera profunda de mis ojos. Pero traedme aquí, poned aquí a mi lado las macetas con flores, y tocad la cítara largamente: quiero para él anegarme de hermosura.
Pongo rosas sobre mi vientre, digo sobre el que duerme estrofas eternas. Recojo en el corredor hora tras hora el sol acre. Quiero destilar como la fruta miel hacia mis entrañas. Recibo en el rostro el viento de los pinares. La luz y los vientos coloreen y laven mi sangre. Para lavarla también yo no odio, no murmuro, ¡solamente amo! Que estoy tejiendo en este silencio, en esta quietud, un cuerpo, un milagroso cuerpo, con venas y rostro, y mirada y depurado corazón.
Tejo los escarpines minúsculos, corto el pañal suave: todo quiero hacerlo por mis manos.
Vendrá de mis entrañas, reconocerá mi perfume.
Suave vellón de la oveja: en este verano te cortaron para él. Lo esponjó la oveja ocho meses y lo emblanqueció la luna —204 de Enero. No tiene agujillas de cardo ni espinas de zarza. Así de suave ha sido el vellón de mis carnes, donde ha dormido.
¡Ropitas blancas! Él las mira por mis ojos y se sonríe, dichoso, adivinándolas suavísimas...
No había visto antes la verdadera imagen de la Tierra. La Tierra tiene la actitud de una mujer con un hijo en los brazos (con sus criaturas en los anchos brazos).
Voy conociendo el sentido maternal de las cosas. La montaña que me mira, también es madre, y por las tardes la neblina juega como un niño por sus hombros y sus rodillas.
Recuerdo ahora una quebrada del valle. Por su lecho profundo iba cantando una corriente que las breñas hacen todavía invisible. Ya soy como la quebrada; siento cantar en mi hondura este pequeño arroyo y le he dado mi carne por breña hasta que suba hacia la luz.
Esposo, no me estreches. Lo hiciste subir del fondo de mi ser como un lirio de aguas. Déjame ser como un agua en reposo.
¡Ámame, ámame ahora un poco más! Yo, ¡tan pequeña!, te duplicaré por los caminos. Yo, ¡tan pobre!, te daré otros ojos, otros labios, con los cuales gozarás el mundo; yo, ¡tan tierna!, me hendiré como un ánfora por el amor, para que este vino de la vida se vierta de mí.
¡Perdóname! Estoy torpe al andar, torpe al servir tu copa; pero tú me henchiste así y me diste esta extrañeza con que me muevo entre las cosas.
Séme más que nunca dulce. No remuevas ansiosamente mi sangre; no agites mi aliento.
¡Ahora soy sólo un velo; todo mi cuerpo es un velo bajo el cual hay un niño dormido!
Vino mi madre a verme; estuvo sentada aquí a mi lado, y, por primera vez en nuestra vida, fuimos dos hermanas que hablaron del tremendo trance.
Palpó con temblor mi vientre y descubrió delicadamente mi pecho. Y al contacto de sus manos me pareció que se entreabrían con suavidad de hojas mis entrañas y que a mi seno subía la honda láctea.
Enrojecida, llena de confusión, le hablé de mis dolores y del miedo de mi carne; caí sobre su pecho; ¡y volví a ser de nuevo una niña pequeña que sollozó en sus brazos del terror de la vida!
Madre, cuéntame todo lo que sabes por tus viejos dolores. Cuéntame cómo nace y cómo viene su cuerpecillo, entrabado con mis vísceras.
Dime si buscará solo mi pecho o si se lo debe ofrecer, incitándolo.
Dame tu ciencia de amor, ahora, madre. Enséñame las nuevas caricias, delicadas, más delicadas que las del esposo.
¿Cómo limpiaré su cabecita, en los días sucesivos? ¿Y cómo lo haré para no dañarlo?
Enséñame, madre, la canción de cuna con que me meciste. Esa lo hará dormir mejor que otras canciones.
Toda la noche he padecido, toda la noche se ha estremecido mi carne por entregar su don. Hay el sudor de la muerte sobre mis sienes; pero no es la muerte, ¡es la vida!
Y te llamo ahora Dulzura Infinita a Ti, Señor, para que lo desprendas blandamente.
¡Nazca ya, y mi grito de dolor suba en el amanecer, trenzado con el canto de los pájaros!
Dicen que la vida ha menguado en mi cuerpo, que mis venas se vertieron como los lagares: ¡yo sólo siento el alivio del pecho después de un gran suspiro!
—¿Quién soy yo, me digo, para tener un hijo en mis rodillas?
Y yo misma me respondo:
—Una que amó, y cuyo amor pidió, al recibir el beso, la eternidad.
Me mire la Tierra con este hijo en los brazos, y me bendiga, pues ya estoy fecunda y sagrada, como las palmas y los surcos.