Gabriela Mistral

La raíz del rosal

Bajo la tierra como sobre ella hay una vida, un conjunto de seres que trabajan y luchan, que aman y odian.

Viven allí los gusanos más oscuros, y son como cordones negros las raíces de las plantas, y los hilos de agua subterráneos, prolongados como un lino palpitador.

Dicen que hay otros aún: los gnomos, no más altos que una vara de nardo, barbudos y regocijados.

He aquí lo que hablaron cierto día, al encontrarse, un hilo de agua y una raíz de rosas:

—Vecina raíz, nunca vieron mis ojos nada tan feo como tú. Cualquiera diría que un mono plantó su larga cola en la tierra y se fue dejándola. Parece que quisiste ser una lombriz, pero no alcanzaste su movimiento en curvas graciosas, y sólo le has aprendido a beberme mi leche azul. Cuando paso tocándote, me la reduces a la mitad. Feísima, dime, ¿qué haces con ella?

Y la raíz humilde respondió:

—Verdad, hermano hilo de agua, que debo aparecer ingrata a tus ojos. El contacto largo con la tierra me ha hecho parda, y la labor excesiva me ha deformado, como deforma los brazos al obrero. También yo soy una obrera; trabajo para la bella prolongación de mi cuerpo que mira al sol. Es a ella a quien envío la leche azul que te bebo; para mantenerla fresca, cuando tú te apartas, voy a buscar los jugos vitales lejos. Hermano hilo de agua, sacarás cualquier día tus platas al sol. Busca entonces la criatura de belleza que soy bajo la luz.

El hilo de agua, incrédulo pero prudente, calló, resignado a la espera.

Cuando su cuerpo palpitador ya más crecido salió a la luz, su primer cuidado fue buscar aquella prolongación de que la raíz hablara.

Y, ¡oh Dios!, lo que sus ojos vieron.

Primavera reinaba espléndida, y en el sitio mismo en que la raíz se hundía, una forma rosada, graciosa engalanaba la tierra.

Se fatigaban las ramas con una carga de cabecitas rosadas, que hacían el aire aromoso y lleno de secreto encanto.

Y el arroyo se fue, meditando por la pradera en flor:

—¡Oh, Dios! ¡Cómo lo que abajo era hilacha áspera y parda, se torna arriba seda rosada! ¡Oh, Dios!, ¡cómo hay fealdades que son prolongaciones de belleza...!

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