Gabriela Mistral

El cardo

A don Rafael Díaz.

Una vez un lirio de jardín (de jardín de rico) preguntaba a las demás flores por Cristo. Su dueño, pasando, lo había nombrado al alabar su flor recién abierta.

Una rosa de Sarón, de viva púrpura, contestó:

—No le conozco. Tal vea sea un rústico, pues yo he visto a todos los príncipes.

—Tampoco lo he visto nunca –agregó un jazmín menudo y fragante– y ningún espíritu delicado deja de aspirar mis pequeñas flores.

—Tampoco yo –añadió todavía la camelia fría e impasible. –Será un patán: yo he estado en el pecho de los hombres y las mujeres hermosas...

Replicó el lirio:

—No se me parecería si lo fuera, y mi dueño lo ha recordado al mirarme esta mañana.

Entonces la violeta dijo:

—Uno de nosotros hay que sin duda lo ha visto: es nuestro pobre hermano el cardo. Vive a la orilla del camino, conoce a cuantos pasan, y a todos saluda con su cabeza cubierta de ceniza. Aunque humillado por el polvo, es dulce, como que da una flor de mi matiz.

—Has dicho una verdad –contestó el lirio. –Sin duda, el cardo conoce a Cristo; pero te has equivocado al llamarlo nuestro. Tiene espinas y es feo como un malhechor. Lo es también, pues se queda con la lana de los corderillos, cuando pasan los rebañas.

Pero, dulcificando hipócritamente la voz, gritó, vuelto al camino:

—Hermano cardo, pobrecito hermano nuestro, el lirio te pregunta si conoces a Cristo.

Y vino en el viento la voz cansada y como rota del cardo:

—Sí; ha pasado por este camino y le he tocado los vestidos, yo, ¡un triste cardo!

—¿Y es verdad que se me parece?

—Sólo un poco, y cuando la luna te pone dolor. Tú levantas demasiado la cabeza. Él la lleva algo inclinada; pero su manto es albo como tu copo y eres harto feliz de parecértele. ¡Nadie lo comparará nunca con el cardo polvoroso!

—Di, cardo, ¿cómo son sus ojos?

El cardo abrió en otra planta una flor azul.

—¿Cómo es su pecho?

El cardo abrió una flor roja.

—Así va su pecho—dijo.

—Es un color demasiado crudo—dijo el lirio.

—¿Y qué lleva en las sierres por guirnalda, cuando es la primavera?

El cardo elevó sus espinas.

—Es una horrible guirnalda –dijo la camelia. –Se le perdonan a la rosa sus pequeñas espinas; pero esas son como las del cactus, el erizado cactus de las laderas.

—¿Y ama Cristo?—prosiguió el lirio, turbado.

—¿Cómo es su amor?

—Así ama Cristo—dijo el cardo echando a volar las plumillas de su corola muerta hacia todos los vientos.

—A pesar de todo –dijo el lirio– querría conocerle. ¿Cómo podría ser, hermano cardo?

Para mirarlo pasar, para recibir su mirada, haceos cardo del camino –respondió éste–. Él va siempre por las sendas, sin reposo. Al pasar me ha dicho: -«Bendito seas tú, porque floreces entre el polvo y alegras la mirada febril del caminante». Ni por tu perfume se detendrá en el jardín del rico, porque va oteando en el viento otro aroma: el aroma de las heridas de los hombres.

Pero ni el lirio, al que llamaron su hermano; ni la rosca de Sarón, que Él cortó de niño por las colinas; ni da Madreselva trenzada, quisieron hacerse cardo del camino y, como los príncipes y las mujeres mundanas que rehusaron seguirte por las llanuras quemadas, se quedaron sin conocer a Cristo.

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