Hoy viniste con una camisa blanca
y algo en tu cuello
me hizo imaginar
la curva exacta de tu espalda.
No lo dije.
Claro que no.
Pero mis manos,
quietas sobre la mesa,
empezaron a temblar
como si tu cuerpo
ya supiera el camino hacia ellas.
Y tú lo notaste.
Y no dijiste nada.
Pero te arreglaste el cuello
como quien juega
a provocar un incendio
con una cerilla mojada.