La del alba sería
la hora en que un filósofo salía
a meditar al campo solitario,
en lo hermoso y lo vario,
que a la luz de la aurora nos enseña
Naturaleza, entonces más risueña.
Distraído sin senda caminaba,
cuando llegó a un cortijo, donde estaba
con un martillo el rústico en la mano,
en la otra un milano,
y sobre una portátil escalera.
«¿Qué haces de esa manera?»,
el filósofo dijo:
«Castigar a un ladrón de mi cortijo,
que en mi corral ha hecho más destrozos
que todos los ladrones en Torozos.
Le clavo en la pared... ya estoy contento...
Sirve a toda tu raza de escarmiento.—
»El matador es digno de la muerte,
el sabio dijo, mas si de esa suerte
el milano merece ser tratado,
¿de qué modo será bien castigado
el hombre sanguinario, cuyos dientes
devoran a infinitos inocentes,
y cuenta como mísera su vida,
si no hace de cadáveres comida?
Y aún tú, que así castigas los delitos,
cenarías anoche tus pollitos.—
Al mundo le encontramos de este modo,
dijo airado el patán. Y sobre todo,
si lo mismo son hombres que milanos,
guárdese no le pille entre mis manos.»
El sabio se dejó de reflexiones.
Al tirano le ofenden las razones,
que demuestran su orgullo y tiranía;
mientras por su sentencia cada día
muere, viviendo él mismo impunemente,
por menores delitos otra gente.