El barrio le admira. Cultor del coraje,
conquistó, a la larga, renombre de osado,
se impuso en cien riñas entre el compadraje
y de las prisiones salió consagrado.
Conoce sus triunfos y ni aún le inquieta
la gloria de otros, de muchos temida,
pues todo el Palermo de acción le respeta
y acata su fama, jamás desmentida.
Le cruzan el rostro, de estigmas violentos,
hondas cicatrices, y quizás le halaga
llevar imborrables adornos sangrientos:
caprichos de hembra que tuvo la daga.
La esquina o el patio, de alegres reuniones,
le oye contar hechos, que nadie le niega:
¡Con una guitarra de altivas canciones
él es Juan Moreira, y él es Santos Vega!
Con ese sombrero que inclinó a los ojos,
¡Con una guitarra de altivas canciones
cantando aventuras, de relatos rojos,
parece un poeta que fuese bandido!
Las mozas más lindas del baile orillero
para él no se muestran esquivas y hurañas,
tal vez orgullosas de ese compañero
que tiene aureolas de amores y hazañas.
Nada se le importa de la envidia ajena,
ni que el rival pueda tenderle algún lazo:
no es un enemigo que valga la pena
pues ya una vez lo hizo caer de un hachazo.
Gente de avería, que guardan crueles
brutales recuerdos en los costurones
que dejara el tajo, sumisos y fieles
le siguen y adulan imberbes matones.
Aunque le ocasiona muchos malos ratos,
en las elecciones es un caudillejo
que por el buen nombre de los candidatos
en los peores trances expone el pellejo
Pronto a la pelea pasión del cuchillo
que ilustra las manos por él mutiladas,
su pieza, amenaza de algún conventillo,
es una academia de ágiles visteadas.
Porque en sus impulsos de alma pendenciera
desprecia el peligro sereno y bizarro,
¡Para él la vida no vale siquiera
la sola pitada de un triste cigarro!
Y allá va pasando con aire altanero,
luciendo las prendas de su gallardía,
procaz e insolente como un mosquetero
que tiene en su guardia la chusma bravía.