cuento
¡Vaya una epidemia que había en el pueblo aquel año pasado!
Se morían «como agua» los vecinos. Y la tía Jacinta le escribió a su nieto que viniera de Pinseque al pueblo este de que me ocupo, por si moría también ella, que ya tenía ochenta años.
Y Urbano cogió la burra y en un par de días se plantó en la casa «abuelerna», como la llamaba él, y puede ser que estuviera bien llamada.
—¡Rediós, qué es esto! ¿Se mueren ustés u qué?—dijo al llegar.
—¡Ay hijo mío! Les ha entrao una zangarriana a tos nuestros parientes, que el fosero está que no pué con su alma. No hace más que enterrar gente; ¡ni comer le dejan! Amos ahora mismo a velar al tío Jeribeques, que sa muerto esta mañana.
—¡S’ habrá muerto de ladrón que era!
—No tengas mala lengua; cena y echa a correr, que allí te espero.
Urbano cenó y fue a la casa mortuoria y veló toda la noche al tío Jeribeques, que estaba vestido con hábito de franciscano.
—No sabía yo que s’ había hecho fraile...
—¡Chis; no hables y rézale! ¡A rezar y a callar!
—Bueno, bueno.
Al día siguiente pasa mi buen Urbano por la calle mayor del pueblo y a través de una reja ve a un hombre de cuerpo presente vestido de dominico.
Varias mujeres lloraban en la puerta.
—¿Quién es el muerto? —preguntó Urbano.
—El que está en la caja.
—Muchas gracias.
Y siguió Urbano su camino.
Pasaron dos días y vinieron a avisar que si había algún hombre en casa de la tía Jacinta que hiciese el favor de ir a una casa de la plaza donde había un hombre moribundo sin familia.
—Anda, hijo, anda; Dios te lo pagará —dijo la abuela.
—Pero oiga usté, abuela, ¿pa eso me ha llamao usté? ¡Pues vaya un oficio que me dan á mi!
—Anda, hijo mío; ¿no ves que dicen que no tiene familia?
Urbano se metió en la faja un doblero y un pedazo de chorizo catalán y fue a la casa, donde una vecina le llevó al cuarto del «calabre». Por cierto que el «calabre» estaba vestido de agustino.
Urbano pasó la noche cumpliendo su piadoso deber, y a la mañana, cuando salió para volverse a casa, vio que traían cuatro hombres un cuerpo muerto en unas parihuelas.
—¡Estamos aviaos! —Iba diciendo Urbano. —No va a quedar un vecino vivo. Será cosa de beber doble vino, a ver si nos defendemos una miaja.
Llegaron los hombres con él y para descansar dejaron las parihuelas en el suelo.
El muerto iba descubierto y vestido como el primero que Urbano había visto al llegar al pueblo, con hábito de San Francisco.
—¿Otro?—pensó y sonrió a sus solas.
Y en llegando á casa dijo:
—¡Abuela!
—¡Hola! ¿Ya has velao al muerto?
—Si, siñora, y vengo muy contento.
—¿Por qué?
—Ahora mismo va usted a escribir a mi padre que me envíe mi ropa y too lo mío, porque en este pueblo me quedo yo pa siempre.
—¿Y por qué?
—¡Por qué ha e ser! Porque aquí no pué ocurrir nada malo. Este es el pueblo de más suerte que hay en el mundo. ¡Todos los frailes que tienen ustés se les mueren!
*