En una ciudad
había un hombre
metido hasta la médula en la vida,
tenía la costumbre de ponerse
una rota camisa,
unos ojos ictéricos,
un anillo,
un caracol azul en el oído,
y un boleto de viaje,
entre los libros.
Como el agua que corre
era sencillo
y amaba a una muchacha
parecida a los lirios;
peleaba por un pan en cada boca
y en cada puerta
un poco de alegría.
Le gustaba esperar a que amanezca
y acodarse a la orilla de la tarde,
a componer canciones
para el trigo.
A pesar del dolor y los reveses
nunca le vieron
con la cara triste.
Una vez le mataron,
al doblar una esquina,
le siguieron matando,
con la vida…