Yo le llamaba linda
y el nombre le quedaba
como vestido flojo.
Sus ojos
no tenían importancia,
su boca
no era más que una boca
y acostumbraba recopilar retratos
como todos.
Empero
el dolor le dolía de otro modo;
frente a la soledad
era su soledad más sola
y sus palabras entraban al oído
como avispas quemantes.
Puesta junto al océano
tenía algo de nave;
por coincidencia extraña,
como a mí,
le gustaban los viajes,
por eso aquella tarde.