Si nombrar las cosas es despedirse de ellas,
si escribir es construir un barco con naufragios,
entonces cada palabra es un eco del vacío
que al pronunciarse se vuelve casa y ruina.
Escribo para recordar lo que nunca viví,
para inventar los rostros que se borraron del espejo,
y en cada verso dejo un pedazo de mí
como quien lanza una botella al mar sin regreso.
Si perderse es encontrar la verdad del camino,
entonces escribir es despedirse del silencio,
un acto de fe hacia lo incierto,
una herida abierta que no deja de hablar.
Escribo porque no sé cómo habitar la realidad,
porque el mundo se me escapa entre los dedos
y en el papel encuentro la sombra
de aquello que nunca podré abrazar.
Cada palabra es un abandono,
una llave olvidada en la puerta que nunca cruzaré,
y sin embargo, es la única manera
de volver al paraíso que nunca fue.
Escribir es, al final, un acto de renuncia:
abandonar el Edén para nombrarlo,
vivir en la ausencia y desde allí crear
el paisaje que los ojos nunca lograron mirar.