En la esquina donde la brisa se enreda con el polvo de la tarde, el jacarandá se ríe a carcajadas violetas. Sus flores caen como travesuras sobre los transeúntes distraídos, tiñendo el suelo de un descaro perfumado. No es árbol solemne ni austero: es un pilluelo de ramas inquietas, un duende que se sacude el cielo en cada sacudida de viento.
A veces, algún anciano murmura que es un bromista incorregible, que deja caer su sombra solo cuando le place y, si le da la gana, tapiza de azul el camino para hacer tropezar al más despistado. Pero los niños saben su secreto: bajo su copa, el mundo es un refugio de juegos y escondites, donde la risa se enreda con las raíces y las hojas cuchichean historias a los que saben escuchar.
Jacarandá picaresco, sinvergüenza de la primavera, que sacude su melena de cielo sin pedir permiso, que danza con el viento como un pícaro sin dueño, sembrando travesuras en cada pétalo que cae.