Te oro, Jesús mío, en tardes desoladas,
cuando las estrellas susurran su misterio.
La vela tiembla en sombras, su luz se va apagando,
y el frío en mis costillas se cierne como un eco.
Mi voz, hecha ceniza, apenas dice «Amén»,
y el silencio me envuelve, carta que nadie abre.
Tus manos dan la espina, la cruz es tu lenguaje,
y yo, Señor, te busco detrás de cada ausencia.
Te pido, Redentor, en esta noche enferma,
que broten mariposas del polvo de mis sueños.
Que el viento, al ser testigo, me lleve hacia tu luz
y transforme en jardín las ruinas de mi pecho.
Mas dime, Dios eterno, ¿qué gracia es esta sed
si el aljibe de mi alma aún espera tu lluvia?
¿Si las aguas que ansío no llegan a mi ser,
y en su vacío oscuro mi fe se vuelve duda?