Una bandada de aves han atravesado un árbol otoñal de hojas color ocre, se han posado en él y han producido una cascada de hojas que han tapizado el suelo, yo observé este momento mágico desde el cristal de mi oficina,
y por un instante olvidé el murmullo constante de teclas y recetas, de horarios y de pagos. Allí, más allá del cristal, el tiempo parecía detenerse. Las aves revoloteaban entre las ramas desnudas, como si danzaran al compás de un viento que susurraba secretos antiguos. Cada hoja que caía llevaba consigo una parte del otoño, una despedida silenciosa que coloreaba la tierra con tonos de melancolía.
Me perdí en aquel cuadro vivo, donde la naturaleza se expresaba con una elocuencia que ningún informe en mi escritorio podría igualar. El árbol, despojado pero majestuoso, se erguía como un testigo del paso de las estaciones, sus ramas abiertas al cielo como brazos que abrazan lo efímero. Las aves, ahora en vuelo, trazaban líneas invisibles contra un cielo pálido, dejando tras de sí una sensación de libertad que rozaba mi piel incluso a través del cristal.
Por un momento, deseé ser una de ellas, escapar de las paredes visibles y volar hacia lo desconocido, hacia ese horizonte donde las hojas caídas no eran el fin, sino el preludio de un renacer. Pero entonces, el sonido de un deber me devolvió a la realidad. Aun así, me quedé un instante más, atrapado en ese hechizo, con la certeza de que, aunque las hojas sigan cayendo, siempre hay belleza en el dejarse llevar.