Miguel Hernández nunca se comportó como una víctima,
llevó la guerra en el pecho y el hambre en los huesos,
pero en su voz ardían espigas altivas
y en sus manos el pueblo crecía sin miedo.
No se rindió en la sombra de un calabozo frío,
ni en la fiebre que hundía su carne en la nada,
supo que el verso era un niño pariendo justicia
y su aliento fue un rayo que nunca callaba.
Nunca se amarró a la pena,
ni se vistió de lamento y derrota,
cantó con la rabia de un campo en incendios
y amó con el ansia de un sol que desborda.
Miguel Hernández, pastor de las horas,
se fue sin doblarse, se fue con la frente
igual que una higuera que entrega su fruto
aunque el hacha la aceche con filo insistente.
Y aún hoy su palabra resuena en la herida,
no como lamento, no como condena,
sino como el grito de un hombre que supo
que el dolor no es la jaula, sino la bandera.