Cada viernes,
cuando la música comienza a fluir,
te descubro envuelta
en el roce de un instante,
con la piel aún susurrando
la caricia del agua.
Tu andar es un compás suspendido,
un eco de ritmo indeciso
que mi voz intenta atrapar,
pero se le escapan las sílabas
en la danza de tu aliento.
Y cada verso que nace
muere en el aire tibio
de tu movimiento,
dejándome apenas
con la promesa de su forma
y el incendio de su ausencia.