Dicen que Darío hablaba con estrellas
y que en noches de luna nueva
brindaba con el azul del viento,
jurando que la poesía es más real que la vida misma.
Lugones, perdido entre versos y espejismos,
confundía cigarrillos con sueños,
y encendía sus ideas con fósforos
que se apagaban en mitad del pensamiento.
José Martí, bajo cielos de nostalgia,
decía que los corazones son barcos
navegando entre mares de patria y amor,
pero naufragaba siempre en sus propios silencios.
Y en un rincón oscuro, Silva contaba sus ruinas
como quien organiza cartas nunca enviadas,
mirando a la muerte de reojo,
pero saludándola con elegancia.
El modernista vive de obsesiones delicadas:
se enamoran del color de una palabra,
del perfume imposible de un recuerdo,
del ritmo de un río que nunca conocieron.
Escriben, como si el papel fuera su piel,
donde los amores imposibles florecen
y las ciudades invisibles se alzan
en templos de mármol y humo.
Beben fantasías en copas de cristal roto,
se enamoran de ninfas que no existen
y buscan en cada línea la música
que sus almas desordenadas no logran alcanzar.
Los poetas modernistas,
locos de palabras y tiempo,
nos dejaron un espejo en el que nadie se encuentra,
pero todos se ven reflejados.
Porque al final, ¿quién no ha soñado con mundos imposibles?
¿Quién no ha sentido que la realidad
es una mentira aburrida
frente al delirio de una metáfora perfecta?
Quizás no estaban locos,
o quizás la locura fue su don más puro.
Ser poeta, después de todo,
es perderse con estilo
en los laberintos de uno mismo.