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The Trysting Place, by John William Godward
ElidethAbreu

La última taza de café

Había algo diferente en la forma en que Silvia sirvió el café esa mañana. Lo noté en la precisión mecánica con que vertía el líquido oscuro en las dos tazas de siempre, en el modo en que sus dedos no temblaban, como si hubiera ensayado ese momento mil veces. Yo estaba sentado en la mesa, observándola en silencio, sintiendo que ese ritual cotidiano había adquirido una gravedad extraña.

Nos sentamos frente a frente, cada uno con su taza, sin nada más que decir. No era una pelea, tampoco una despedida dramática. Era algo más discreto, casi imperceptible: la evidencia de que algo en nosotros se había roto hacía tiempo, y que esa mañana solo nos quedaba el gesto final de compartir una taza de café por costumbre, como dos desconocidos que se deben una última cortesía.

Tomé un sorbo y supe que aquel café sabía igual que siempre, pero algo había cambiado en mi boca. Ya no había palabras, ni recuerdos que salvaran el silencio. Ella bebía con la misma calma, como quien termina una tarea, sin rencor ni reproches. Era la clase de calma que sólo existe cuando todo ha terminado, cuando ya no queda nada que arreglar ni luchar.

El reloj de la cocina marcaba las horas con su tictac monótono, y por un momento pensé en cómo llegamos hasta allí. Recordé los días en que todo era nuevo, cuando cada taza compartida era una promesa implícita, un futuro dibujado a sorbos. Pero ahora ese futuro se había evaporado, dejando solo el presente seco de esa mañana silenciosa.

Terminamos de beber al mismo tiempo. Ella dejó su taza sobre la mesa con un gesto suave y luego se levantó sin prisa. Sabía que ninguno de los dos intentaría detener al otro. No había discusiones que ganar ni motivos para quedarse.

Al salir de la cocina, Silvia se llevó consigo algo más que su taza. Se llevó el aire, las palabras que nunca dijimos, las promesas incumplidas, y yo me quedé ahí, con mi taza vacía, sintiendo cómo el peso de ese último café se disolvía en el silencio de la casa.

Al final, no hubo portazos ni lágrimas. Solo el sonido de la puerta cerrándose con suavidad, como si incluso el adiós fuera parte de esa rutina que, como todo, también llegó a su fin.

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