El poeta tiene la obligación,
la exigencia de ser preciso,
de afilar la palabra
hasta que corte el aire
y deje su cicatriz en el silencio.
No puede derrochar sílabas,
ni adornar con falsos brillos.
Cada palabra es un latido
que debe resonar,
claro, profundo, verdadero.
El poeta sabe que el lenguaje
es un juego peligroso,
un cristal que refleja y distorsiona,
y por eso mide su peso,
su filo, su fuego.
No basta con decir:
hay que invocar,
esculpir la idea con un golpe,
o con mil,
hasta que sea imposible mirar
sin sentirla en los huesos.
Ser preciso no es frío cálculo,
es quemarse en la forja,
es buscar la forma exacta
de lo inexpresable,
la línea que se equilibra
entre el abismo y la verdad.
Porque el poeta no describe,
revela.
Y su precisión es la herramienta
con la que abre el alma
y desnuda el mundo.